sábado, 12 de febrero de 2011

Imagino así comienzan las guerras


Natalia Millán
-Imagino que así comienzan las guerras.-me dijo- Dos presidentes se juntan a comer, se tratan civilizadamente y cuando se van la guerra está declarada.
No sabía si reír o llorar, él estaba terminando nuestra incipiente historia, apenas un final. Era el preludio de este silencio entre los dos.
Jugaba haciendo muecas, parecía ir y venir en su mente, retrucaba mis preguntas para que las respondiera, justificando que sus aclaraciones en nada cambiarían lo que le pasaba; o más bien, lo que no transitaba. -Es que nada ha cambiado.- es lo que dijo.
-¿No te parece un poco hipócrita todo esto?- preguntó. Y la pregunta me desoló. Disfrutaba de nuestro final, no por final, sino por el nosotros que fuimos, aunque breve. Porque ayudó a reinventarme, hizo que, en calles de Mendoza sintiera el otoño en la piel. Aromas a hojas secas, crujir de las ramas con la brisa, ocres compitiendo con el celeste del cielo. Volví a ser el centro, no mi pasado. ¿Cómo explicarle?¿Para qué? No me sentía hipócrita, me sentía sí triste. Triste de saber que no me había visto, no me había conocido, sólo se atrevió a rozarme de costado al pasar.
Ese bar es un lugar donde siempre quise tomar el té. Sin embargo ahí estábamos, declarándonos nuestra futura y mutua ausencia. Una luz tenue por momentos subía hasta casi enceguecerme, para apagarse y dejarnos a la luz de la vela. ¿Se puede disfrutar de la tristeza? ¿Es eso lo que después llamamos nostalgia? El dolor de saber que se añorará a alguien, sus gestos, sus ritmos al hablar, su modo de mirar el mundo, la manera en que abraza, o ya no abrazará.
No quería ser parte de mi vida. Y yo ahí, sentada, sin poder hacer algo que cambiara lo que ocurría. No se estaba yendo, decía de un modo sutil que nunca había logrado estar.
-Este parece un final demasiado civilizado- dijo. No se si entendió porque no me enojé, ni lloré, ni grité. Ni hice un escándalo. Creo que no. Igual traté de explicarle, pero es cierto que no tiene sentido recapitular, la nada estaba empezando a rodearnos, y él ya había mirado el reloj dos veces. ¿Para qué decirle que me había hecho sentir viva, que comprendí que existen hombres que valen la pena, aunque no se enamoren de mi?
–Podrías pararte y salir corriendo, para que fuera más dramático, para que pareciera un final, para que hubiera un corte entre nosotros.- ironizó él. Entonces el mozo pasó con una torta hacia la cocina. Él dijo algo al respecto, yo estaba concentrada en la ausencia por venir.
En la puerta del bar, el frió marcó el cambio de temporada. Yo, preocupada por el abrazo final y las palabras que se acabarían.
Entonces me quedé muda, en la puerta estaba una amiga cuyo cumpleaños era ese día, a quien ya había saludado en la mañana, y prometido asistir a su festejo. Me había olvidado por completo, sumida en cerrar el circulo que parecía no haber estado abierto nunca.
Entonces agarré su mano para que no siguiera caminando. Lo miré a los ojos y dije -¿Viste que querías un final dramático? Bueno, voy a darte el gusto: Ella es una amiga y es su cumpleaños. Podés irte tranquilo que me quedo acá.- Nos besamos en la mejilla, por supuesto, y fue un abrazo breve. No sé si fue el mejor final, esa despedida dolía menos que ser llevada hasta mi casa. La historia parecía congeniar un final para nosotros.
Me quedé con las penas y el amor sin correspondencia, sentada entre desconocidos en una fiesta de cumpleaños. La torta que él miró pasar estaba muy rica. Tal vez su mente se detuvo en ese momento, cuando bañada en chocolate, era llevada por el mozo. Imaginando que yo me paraba, gritaba y salía corriendo, y cada uno con el final que quería.
Después vendrían las treguas en la guerra, las incursiones al territorio enemigo, pero esa es otra historia. Ese día cada uno guardó para sí su tristeza, la mía: haberme enamorado de alguien que no podía quererme; la suya, suya. Presumo que, aunque lo había intentado, su corazón seguía en otra parte. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario