No es casual, para nada ¿cómo
podría serlo?
Sabia la tierra que llora el doce de octubre.
Entonces, esto que
presentía llegaría un día, sucedió, sin más.
Acaso traté de prevenirme, anticiparme, pero
la lluvia es como el amor, siempre acontece en el momento que más vulnerable luce
uno.
Entonces entendí las botas de
goma, los paraguas, las baldosas que antojadizas salpican con el rencor de
haber sido pisadas sin tregua. Me atreví a jugar una rayuela y no pisar línea para que no salpiquen.
Todos los semáforos de la ciudad se complotaron para
que yo sepa qué es eso de Buenos Aires cuando llueve.
Cuando llegué a 9 de Julio el
paisaje me dejó muda. Entre los autos abarrotados en el cemento chorreante,
el agua caía en todas las direcciones, los palos borrachos regalaban el mejor fucsia
de sus flores en esplendor para quien se detuviera a verlo.
Y ahí, parada en medio
del mundo, sin saber si cruzar o mirar el paisaje porteño, que a esa altura me
mojaba ya los zapatos, los pantalones, mientras las gotitas que resbalaban del
pelo caían por la punta de mi nariz; entonces no tengo certeza sobre si fueron cinco minutos o días que estuve detenida en medio del diluvio, el agua suave, se me fue adentrando en el alma, que llena de sensaciones mezcladas, se quejó en un largo suspiro.
Ahora, ya seca, miro el patio de la
vieja casona por la ventana. La higuera de doscientos años baila al son del crepitar del agua, las galerías cómplices se retraen para no salpicarse.
Es doce de octubre, y en este
rincón de América la tierra protesta, llora con la prisa del desgarro. Llora todos
los muertos, los de 1492, y los tantos otros que vinieron después.