viernes, 9 de diciembre de 2011

En busca del tiempo perdido

Dice mi padre que  debería haber sacado pasaje de ida y vuelta a mis muebles. Más dubitativa en mis certezas y decisiones, presiento la necesidad de andar más liviana por la vida. Y no es que atesore mucha cosa. Todo lo contrario, ando cada vez más despojada.
El inventario decía tengo un lavarropas viejo, tres lámparas, seis cuadros, una cama chica, una biblioteca y la mesa con cuatro sillas. Completan la escena dos puf rellenos de tergopol, e innumerables cajas con papeles, libros y la ropa.
Mi vida se monta y desmonta en un día, esa es la otra gran reflexión que saco de estos días. Pues la desarmé de una Mendoza primaveral entre los últimos suspiros de un viernes caluroso y la mañana siguiente. Desde el joven de la sonrisa cálida hasta los de la mudanza ayudaron a embalar. Es contundente mi miedo a guardar la vida en cajas, clasificarla, tomar decisiones y ser perseverante en ellas, sea acaso este el costo que hoy pago en incertidumbres.
Quisiera correr tras las mariposas a donde sea que ellas me lleven cada vez que aparecen, y no preocuparme tanto de lo que dejo atrás. No lo logro. La vida misma no me deja hacerlo, encaprichada en llevarme siempre a los extremos de tener que elegir, cuando yo sólo quiero ir por la vida dejándome sorprender, sin aferrarme tanto, salvo a los sentimientos -que son la base de mi estructura-.
Acaso la historia que aquí cuento hoy suene a uno de mis relatos, pero detrás de la pantalla estoy yo, tipeando lo que hoy sé, es mi vida, no una historia más de las que escribo.
Tengo una instantánea del momento exacto en que el camión de la mudanza se fue -de la puerta de la que era entonces mi casa- entonces sentí que las piernas se aflojaban y los ojos empezaban a picarme, con ese picor de la lágrima que se anuncia.
Enfrascada en la sonrisa de las incertidumbres todas, me acomodé sobre el cajón de la lucha antigranizo, único bastión codiciado y no obtenido como bien propio. Escrito mitad en ruso mitad en castellano, lleno de libros que se quedan por ahora en Mendoza, sirvió de mesa y silla al vino blanco y fresco que nos cobijara de la tristeza de ver una casa vacía. Guardo ese momento como un registro mágico de los recuerdos que un día miraré para saber que mi vida fue maravillosa.
A veces tengo la leve sensación de ser una persona nostálgica, que vive creando mundos que no puede alcanzar, sólo para añorarlos. Y que cuando llegan, casi siempre tarde, me dejan reflexionando sobre qué fue que pasó que quise tanto aquello, y que ahora que lo he alcanzado ya no me llena el alma. ¿Son los desencuentros y des-tiempos de la vida?¿Acaso es eso la vida? Si existe la palabra destiempo, como una construcción que puede desarmar uno a su gusto.
El viaje a Buenos Aires fue doloroso, desgarrador. No sé cómo explicarlo, no logro entender el modo en que las sensaciones se despiertan en mí. Nunca un avión había sido tan veloz, pero para mí ha sido tan largo. No tuve paz, entré y salí de la ensoñación docenas de veces en el lapso de una hora veinte, atormentada. Sin contemplación ni decoro me comporté como una entera grosera con el vecino de asiento que quiso darme charla, sólo obtuvo un gruñido siniestro por respuesta, creo que ni siquiera volvió a mirarme por el resto del viaje.
El cuerpo me mostró la acumulación de mis contradicciones de manera misteriosa, sentí que arrastraba mi peso. Cada músculo en guerra se me agarrotó, acalambró y gritó en profunda venganza a mi decisión de traerlos a Buenos Aires. ¿Y tras qué corro a esta ciudad? Ni siquiera sé responderme a esa pregunta.
En la mundanal Buenos Aires, llena de personas cobijadas a la sapiencia de semana de tres días, con ánimos de diciembre, el recibimiento fue un lunes con brisa fresca, que me dejó a mí y mis dos bolsos en Villa Crespo, parada en la calle Acevedo, con sus adoquines. Ya llegarían los muebles después.
Limpié cada rincón, cada esquina, cada estante escondido en las alturas. Hoy, ya con mis muebles ordenados el desafío es lograr que los espacios huelan a mí, a mis sensaciones, mis comidas, a eso que uno es. Porque es mentira que los lugares no se amolden a uno y uno a sus recovecos. Tanto así que cuando vi la casa armada supe que nos estaba destinado conocernos. Que cada rinconcito mío pensó vivir un día en estos espacios, aunque más no sea por un rato.
En el balcón, las plantas se acostumbran al sol que les entra en la mañana. La corriente de aire entra caprichosa por la cocina, y juega con las ventanas de la habitación y el living, trayendo oleadas de aire fresco que hacen uno olvide se encuentra en esta ciudad tan grande y furiosa. Hoy me despertó el canto de un pájaro, aunque admito que ayer fue una vecina gritando a su madre.
Ese es otro elemento particular a contarles. Los vecinos. Creo tendré tela para cuentos de todas las índoles. Adivino e invento vidas desde las palabras que llegan. Así, la vecina de al lado, una señora de unos 45 años, parece vivir con sus padres. Un padre asqueado de discutir y una madre que supongo con alzeimer, o está bastante loca, por la incoherencia de sus peleas. Luego hay una familia con un nene pequeño que me recuerda al Astor. Los otros susurros que logro identificar me traen el rostro de un Luis Brandoni exasperado, construcción  que he hecho a partir de su tono de voz y sus charlas telefónicas.
El departamento como construcción del espacio tiene redondeces, azulejos viejos, un parquet con guerras, y un calefón que no termino de conocer en sus tiempos de agua caliente. Es como vivir en Paris, con la maga, rocamadour y horacio.
Pero vuelvo al día miércoles, vaya si el nombre le hace honor al día. La Buenos Aires abarrotada de horario pico ha sido un tanto menos dolorosa de lo que supuse, pero aún así me deja sudorosa. El día transcurrió cotidiano, con ánimo de viernes reconvertido. Parecía un miércoles sin más, común, igual a otros tantos. La primera diferencia fueron los muebles, llegaron temprano y en cajas. La vida quedó suspendida en el inventario y a las nueve ya iba de camino a la oficina. Se puede decir que vivo en Buenos Aires, tengo el subte a dos cuadras, un balcón con plantas, un trabajo, y la vida parece, por una vez algo regular y con normalidades.
Entonces, y como si la vida se hubiera encaprichado en contrariarme por dos veces en menos de un mes, llega la cachetada, casi una burla. Como si todo estuviera destinado a desbaratarse, como si acaso mi vida se tratara de vivir siempre al borde de la ruptura de mis propias estructuras y decisiones. ¿Acaso un instante puede cambiarnos para siempre la vida? ¿y si de pronto todo complotara para una serie de rupturas escalonadas en todos los órdenes de la vida? ¿Dónde refugiarse entonces?
El mail entró en la casilla con aplomo. Años esperando que ocurriera y cuando digo años me remonto a nueve años desde la primera vez. Cinco intentos, espaciados, medidos, estudiados, calculados en cada centímetro, en cada coma del proyecto, en cada publicación escrita, en cada curso hecho, en las razones del ser y el existir, en el director, en los antecedentes, el lugar de trabajo. Y la respuesta siempre la misma. Un “no” contundente. Acaso la misma rebelión de la respuesta fuera la que todos estos años me impulsó a seguir intentándolo, cual naufrago que se sabe ahogado si baja los brazos.
Y lo terrible fue que el “sí” llegó justo cuando los caminos que elegí habían construido mi “no” a niveles tan obvios que los muebles entraban con el correo en un mar de confusiones de miércoles, y no hablo sólo del día.
Y acá estoy, perdida en un viernes precioso, en una Buenos Aires fresca, que me canta en las veredas porteñas, el subte se ríe de mis ganas de tomar un vino a la sombra de un árbol. La vida es un adoquín flojo concluyo. Y yo en medio de esta ciudad me interpelo sin encontrar respuesta.
Yo quiero seguir corriendo mariposas por veredas con árboles, un rato acá, un rato allá, jugando a no pisar raya, cruzando escaleras por debajo, cerrando el paraguas dentro de casa y pasando la sal en la mano.
Parada frente a mi propia vida me debato. De a ratos me invade la claridad, un segundo después mi mundo interno se nubla y me arrebata la angustia. Y así ando. Con los dos primero tomos de Proust que me prometen buscar el tiempo perdido, cual si mañana al despertarme no fuera a saber en qué habitación me encuentro. Nunca tan pertinente una lectura.