Natalia Millán
La imaginación de Matilda
simplemente explota en los días de lluvia. Tanto es así que cuando hoy se
debatía en uno de sus grandes desafíos porteños, descubrió lo inmenso de los mundos posibles. La lluvia
la condicionaba de un modo territorial, signando un enfrentamiento con la
realidad que a veces esquivaba mediante mecanismos dados desde el nacimiento.
Si febrero es mes de lluvias en
la provincia no debería llover por fuera de él. No al menos en clave mendocina.
O si llueve deberían contemplarse que los tiempos de duración fueran acotados,
para saber cuando volver a salir fuera.
El dilema de Matilda es hoy entre
Borges y la lluvia. Borges esperaba ser escuchado en la voz de un fanático incansable,
que lo explica a pie juntillas, enamorando al auditorio y dejando con la
sensación vacía de que la vida no alcanza para leer el canon completo. El
anuncio de una lluvia torrencial es casi un abismo en la construcción de la
joven para asistir al taller.
Grande el alivio al salir de la
oficina con paraguas en mano y comprobar ya no cae una sola gota. Y se fue rumbo a su
destino certero, sin agua. Pero la escena cambiaba y el cielo ensombrecía.
Para cuando hubo acabado con
Borges, afuera diluviaba. Con los pantalones arremangados y el paraguas salió a
la vida. Puteó a Borges e ironizó cual si la torrencial lluvia fuera una ruina
circular que la retrotraía al diluvio, pero ya sin el refugio del arca.
A medida que recorría bajo el
salpicar de las baldosas porteñas, extrañó las acequias, mágicas, inservibles,
pero refugio conocido para el agua que ahora veía circular por las calles. Se acordó
con cierta añoranza de la imagen de los pericotes jugando a las escondidas,
animal extraño para esta ciudad misteriosamente poblada por seres ocultos, pero
de los pericotes ni noticias, ni tan siquiera de nombres los conocen.
Se acordó entonces de la vez
anterior, que sin anoticiarse de posibles tormentas salió de mañana, sabiendo no volvía hasta
dos días después. Entonces fue sorprendida por un aguacero que la mojó de pies
a cabeza. Y al día siguiente cuando los diarios informaban del calamitoso
estado de la ciudad se angustió. Pensó en cómo su casa debía haberse inundado,
adivinó el agua entrando por el balcón diminuto y llenando el living, la vio
deslizarse por dentro del tubo que saca el aire caliente del split, adivinó sus
precarias conexiones eléctricas y el corto circuito que le quitaría la vida al
llegar a casa, de tan sólo poner un pie en la superficie inundada. Casi pudo ver
la placa de su parca.
Sin embargo, en aquella
oportunidad, cuando llegó a casa se encontró con la desilusión de la sequedad
absoluta. La vida urbana parecía ser un páramo aburrido y no la ajetreada
ciudad que le habían prometido. Fue la primera vez que se sintió tan constreñida
por su realidad, como si viviera en un maple de huevos, del que sólo sale
quince días al año de vacaciones. Incluso esos quince días están distribuidos
ya de antemano en un maple un poco más extenso. Y así, Matilda siente que se le
va la vida.
Al adentrarse en una esquina dimensiona que debe cuidarse de los autos, pero tarde llega el descubrimiento, porque uno
al pasar la ha mojado de pies a cabeza. Y en la vereda siguiente comprende que
debe hacer señas a quienes distraídos vienen con sus paraguas de frente, que no
sólo no miran, sino además se imponen al mundo de los transeúntes con una
soberbia que apabulla al propio paraguas. Pero no escuchan porque van con
auriculares, entonces la opción es plantarse o esquivar al otro como el torero
cuando se sabe al borde de la muerte. Más luego mirar también al suelo, para no
caer en lagunas que la arbitrariedad de las grietas ha construido para los días
de lluvia. No puede más, entonces nota que es fundamental que los zapatos tengan
aún algo de superficie adherente si no quiere quebrarse la cadera. Envidia
furiosamente a las chicas combinadas que llevan botas de agua, y jura comprar aunque
sabe las olvidará siempre en casa. Otra vez una baldosa la ha salpicado, un día
de estos cumple la promesa y saca la puta baldosa y la estampa contra la vereda
para que no agreda a más nadie.
En eso el agua ha empezado a entrarle
al zapato, suerte son viejos y ya no teme se arruine en cuero, porque hace rato
se ha arruinado.
Se acuerda del subte, cuando llueve a veces no funciona, por algo así como las filtraciones o el
riesgo de electrocución por el riel eléctrico. Ya no entiende más nada.La ciudad
no se le antoja ya apacible, sino hostil, y la plaza de su ciudad es serena
incluso en hora pico, una eterna siesta que Buenos Aires no comprende -porque
en la ciudad selva el mundo nunca se detiene.- Llega a la estación de Bulnes y el
subte la acaricia con su tibia humedad. Ahora sabe no solo la sequia produce
alergia, lo ha comprobado a fuerza de estornudos.
Cuando emerge del mundo subterráneo se sabe
perdida, ya el zapato entero está lleno de agua. Entra a la seguridad de su
casa, el maple de huevos la protege incluso de su propia cabeza aturdida con
inquietudes. Acaso afuera muchos sigan sin encontrar cobijo, con los pies
llenos de agua, sin que ella sepa muy bien cómo cambiarlo.