viernes, 22 de noviembre de 2013

Sin objeto

 Todos estos años, al llegar el alba Cecilia ha caminado las calles de la Cuesta, cerrado las cancelas abiertas, buscado a las vecinas en los portales, recorrido los pasillos de la biblioteca buscando libros que la ayuden a entender qué ha sido eso que ha silenciado el pueblo.

Cecilia lleva semanas tratando de terminar esa ponencia para un congreso en Alemania. Pero necesita volver a entrevistar a Rosa. Desde hace semanas la busca. A diario toca la puerta de su casa. La verja está descascarada, la pintura corroída por el sol, seca y resquebrajada, se ha enrulado.

Sin Rosa no puede terminar su ponencia. 
La primera vez que la entrevistó fue hace quince años. Rosa lloraba desconsolada, secaba sus lágrimas en las manos, que prontas iban al delantal.
–Yo vi  pasar el último tren.– Le había dicho ese día. –Y ni siquiera pude mirarlo como el último, porque nadie nos dijo. Simplemente no hubo otros después.

Entristecida, Cecilia había querido abrazarla, pero no lo hizo. En cambio pensó en que su tesis iba a ser magnífica porque todas sus hipótesis eran ciertas. Al llegar a casa no pudo esperar y se puso a desgravar la entrevista. Anotaba también algunos comentarios en una libretita.
En la Cuesta vivían centenares de personas. Había una plaza descolorida, una iglesia modesta, un bar detenido en el tiempo; todo a media cuadra de la estación de tren. Algunas personas trabajaban en los pueblos vecinos enfardando, otros en la estación de tren, las señoras hacían las conservas para el bar. El pueblo parecía pensado por un turista europeo que sueña los pueblos de las pampas argentinas.
Hace quince años, cuando el tren se fue, llegó Cecilia. Justo después de que dejara de pasar. Con el entusiasmo de su tesis a medio escribir, con sus libros de etnografía a cuestas. El la Cuesta del Cielo la recibió gustosa, los alegraba mucho que los ayudara a entender que el tren ya no iba a volver, y no serían nunca de nuevo los mismos.
Las vecinas le habían conseguido una casa, había sido la casa de un empresario que a veces se quedaba en el pueblo cuando venía a ver sus negocios. Pero desde que el tren se había ido la casa había quedado vacía. Ahí Cecilia había acomodado sus cuadernos, sus casetes, la grabadora. Y había empezado a hablar con los vecinos, a preguntarles cómo era su vida cuando el tren pasaba, sobre los que venían en el tren, sobre lo que se producía en la zona. Llenaba parvas de cuadernos, gustosa de cada palabra que le decían.
Al principio venía a visitarla un joven algunos fines de semana. En el pueblo suponían que era el novio, pero ella nunca decíanada. Después, el joven simplemente dejó de ir, como el tren. Entonces apareció el gato. Era un gato completamente negro. Cecilia decidió que un gato era un compromiso que podía asumir, y lo adoptó como propio.
Rosa le había tomado aprecio así que le convidaba escabeches. Aunque no entendiera del todo por qué Cecilia los escuchaba tanto, ni por qué tomaba notas. Una vez incluso le había dicho –No somos tan importantes como para que escriba sobre nosotros, nuestra vida es aburrida, y desde que no pasa el tren somos cada vez menos– Cecilia había sonreído. Qué pena que no llevaba su libreta, se había dicho. Al llegar a casa había anotado el comentario.
Un año después de llegar a la Cuesta, la tesis ya estaba terminada, y Cecilia se había ido.
–Vuelvo en unos días. –Les había dicho. Y todos creyeron que no iba a volver. Una noche en el bar habían hecho apuestas incluso.
Pero Cecilia había vuelto. Traía una edición impresa de su tesis para la biblioteca del pueblo. Con un encuadernado precioso.
Lástima que en su ausencia, Clotilde, la bibliotecaria, se había ido  a vivir a la casa de su hermana, en las afueras. Y Cecilia no estaba ahí para registrarlo.
Nadie leyó la tesis, no sólo porque Clotilde no estuvo ahí para abrir la biblioteca, sino también porque pesaba mucho, y sólo podía leerse apoyándola sobre alguna mesa. Algunos avanzaron hasta casi la página diez, pero se aburrieron, y ni siquiera llegaron a leer la dedicatoria que Cecilia hacía la Cuesta del Cielo y sus habitantes.
Unos meses después, Cecilia registró en detalle la partida de los Romero. Los entrevistó uno por uno. Y cuando se habían marchado tomó nota en el cuaderno sobre las actitudes de los otros vecinos, al verlos irse en la chata vieja por el camino polvoriento.
Se encerró algunas semanas en la casa, y sólo salió después de haber transcrito las entrevistas, revisado los libros, citado autores. Unos meses más tarde viajó a México.
–Rosa, viajo ¿me cuida la casa y los libros? Y dele de comer al gato, si no es molestia.
–Vaya tranquila mijita, que acá le cuidamos todo. – Había dicho Rosa, siempre amable.
–Serán un par de meses, pero le juro que vuelvo. 
Esta vez los vecinos no hicieron apuestas, sobre todo porque unas semanas más tarde se fue de la Cuesta del Cielo Don Tomás, el dueño del bar.
Del congreso en México  Cecilia volvió con una hamaca que colgó en el patio. Se entristeció muchísimo al saber que no había estado en la Cuesta para entrevistar antes de que se fueran a los Jofré, los Muñoz y a Don Tomás. Bajo el brazo traía su nuevo libro, que contaba la historia de cómo la Cuesta del Cielo se despoblaba desde aquel último tren.
Al entrar en la biblioteca notó que sus pasos quedaban marcados en el piso. Había polvillo en los estantes, en las páginas, en el aire. Acomodó su nuevo libro en la estantería del fondo. Cuantos libros llevaba publicados sobre el pueblo, qué satisfacción le daba ver todos juntos sus avances, sus investigaciones. –Qué bien había sabido narrar lo que pasa en la Cuesta. – Se dijo a sí misma.
Al llegar a su casa anotó en su libreta “Los lomos de los libros estaban cubiertos de polvo.” Ni siquiera ha notado que el bar ya no abre.
–Y Rosa que sigue sin aparecer! – se dice a si misma Cecilia. Piensa en el paper que tiene que terminar antes de que amanezca. Se preparó un café y se sentó frente a sus notas, sus libros, y puso un título en la página que por días ha estado en blanco. Pero al leerlo no le gustó, lo tacha. 
Se da cuenta de que no sabe cómo empezar a escribir si no vuelve a entrevistar a Rosa; para que le cuente lo que siente ahora que hace quince años que no pasa el tren. Y hasta el gato se ha ido.