lunes, 16 de mayo de 2016

Volar sin ir a ningún lado , o la propia psicosis.

Llegué al aeropuerto con tiempo, es un tema que siempre me ha obsesionado…
Me puse a trabajar un rato porque tenía algunos pendientes de la oficina.
Cuando llamaron a embarcar arrastré la valija, mitad ropa de invierno, mitad regalos de las vacaciones para la familia: café de Brasil, chocolates, libros…
Me senté en la penúltima fila (había hecho el check inn muy sobre la hora) era el único pasillo que quedaba disponible en el avión, yo prefiero siempre volar adelante, pero esta vez no había chances, peor hubiera sido viajar en una fila del medio.
Ya antes de despegar tuve que pasar un rato parada, mi vecina de asiento estaba descompuesta y se  paraba a cada rato al baño.
Cuando despegamos yo ya iba con mis auriculares y mi música, extraviada en una novela de 600 páginas y el avión en ángulo vertical pronunciado. Entonces sentí que me tocaban el brazo. El padre de la chica descompuesta me avisaba que ella quería vomitar de nuevo. En el apuro se me cayó el libro, enredé los auriculares en él apoya brazo, y para cuando logré levantarme, la azafata me gritaba cosas que no entendía. Claro, ahí me di cuenta que el avión  estaba en plena instancia de levantar altura. Para no perder el equilibrio tuve que agarrarme de un asiento mientras le avisaba que la chica quería vomitar, que cómo no iba a pararme! En eso la chica pasó corriendo al baño.
Les cambié de asientos a ella y su padre y quedé en la ventanilla. Volví a mi música y mi libro, y así estuve hasta poco antes de llegar a Mendoza. El avión se movía muchísimo. A tal punto que en un momento decidí dejar de leer y guardar todo. Mientras, pensaba en si la gente que viajaba en aviones que se caen se sienten así, con sensación de que algo raro pasa, pero no entendiendo muy bien qué.
Al llegar a Mendoza comenzamos a dar vueltas en círculos y el piloto nos indicó que el aeropuerto estaba cerrado por mal clima (neblina y fuertes vientos). Que íbamos a esperar que le dieran indicaciones y nos las comunicaría en unos 15 minutos. A los 15 minutos repitió más o menos lo mismo, pero mi sensación era que ya no dábamos vueltas. Un ratito después avisó que íbamos rumbo a Córdoba.
Cuando aterrizamos en Córdoba pensé en bajarme y tomar un colectivo, eran unas ocho horas a Mendoza desde ahí por tierra. Pero no, si bajaba del avión perdía el pasaje, y mi vecino de asiento acababa de hablar con su hermano que estaba yendo de San Luis a Mendoza, diluviaba y el camino estaba imposible. Y ahí estuvimos en Córdoba, sentados en nuestros asientos más de una hora y media. Dijeron que estaban cargando combustible (me pareció mucho tiempo para una tarea así).
Mi hermana me dijo cunado la llamé “No podés hacer nada, conéctate con el medio y relajate”, así que me puse a charlar con mis vecinos de asiento. La chica se sentía mucho mejor, su papá era un médico diabetologo, me dio mil estadísticas re interesantes (anotarse no comer corn flakes de kellogg's, tienen más sal que las papas Lays; y los alfajores de arroz son un veneno calórico). Iban a visitar al abuelo de la chica, que cumplía 80 años.
El doctor nos contaba, a su hija y a mí, que con los años había desarrollado la capacidad de detectar a las personas psicóticas, o eso dijo. Y en la hora y media que estuvimos en Córdoba nos los iba marcando a medida que empezaban a dar pistas de estar por brotarse. Por las dudas traté de calmarme, no fuera a ser que yo también terminara siendo catalogada como una psicótica.
Cuando nos avisaron que volvíamos a Buenos Aires quise llorar, pero me contuve. Todos mis planes para los próximos cuatro días pasaron frente a mí y se hicieron trizas contra el vidrio de la cabina del avión, como un mosquito insignificantemente aplastado.
En Buenos Aires, el Fede daba por sentado que yo estaba en Mendoza. Nunca miró el celular que había quedado en silencio mientras cenaba con sus amigos. Sólo pasada la una y media de la madrugada, cuando los chicos se fueron, vio todas mis llamadas y mensajes.
Mientras, en el aeropuerto, tenía delante mío todo el avión en fila, para “volver a hacer el check inn” o reclamar, o ver en que vuelo salíamos después, o lo que fuera. Los primeros se iban sonrientes, imagino eran los que habían conseguido los subieran a los aviones del sábado en la mañana, más un hotel lindo, los traslados y $150  para comer (a contrareembolso).
Para cuando llegué al mostrador hace rato se habían acabado los pasajes para temprano, y tenían para el último vuelo del día siguiente (si las condiciones climáticas permitían que salga). Resignada dejé el pasaje abierto, pedí que me paguen un remis y  me fui a mi casa.
Eso sí, para pedir el remis de cortesía también había fila. Más de media hora después, justo cuando dijeron mi nombre, me estaba llamando el Fede, que no entendía nada. Le corté para subirme al remis con la promesa de "te explico cuando llegue”.
Llegué a casa cerca de las tres de la mañana. El Fede me abrazó cuando entré al departamento y me largué a llorar como un bebé.
No se sí era la rabia de haber viajado más de seis horas sin ir a ningún lado (con seis horas de vuelo podría haber estado en Colombia, en Natal, En Ecuador, en el Caribe; o simplemente en Mendoza), pero no, no había ido a ningún lado. Tal vez era la frustración de las ganas que tenía de ir a Mendoza, de los planes con amigos y familia, de la necesidad de un poquito de montaña y vino, o tal vez, la rabia contenida de mi propia psicosis.