Acaso sólo puedan
entender este extravío aquellos que lo padecen. Matilda se ha perdido de nuevo.
La acechan laberintos en las esquinas sin ochavas, en las plazas plagadas de
diagonales que salen hacía el mundo y sus confines suburbanos. Acaso sea una
burla que una de las primeras veces que se perdió llegara sin querer a la Calle
Leopoldo Marechal. Pero la Cuenca del agua no estaba al final del camino, ni
los clowns, ni Severo Arcángelo y su banquete. Sólo Matilda y su desorientación.
El mismo día, como si se tratara de extravíos literarios -más que reales-, se
perdió en las inmediaciones de la Biblioteca Nacional, y fue a dar a Parque Las
Heras, sin saber a dónde se había ido el oeste, dejándola tan sola para
orientarse.
Matilda entra a un café.
Distraída pasa las horas, toma café, escucha las conversaciones de las mesas
cercanas inventándose historias sobre la gente que ve. Y después sale,
despreocupada y sonriente. Pero la vereda le es hostil, y parada ahí entre la
gente ha olvidado en qué sentido vino, y por dónde regresar. Ni Hansel, ni
Gretel le han dejado hoy migas de pan, se disgusta. Llora. No quiere sacar el
mapa que lleva en su cartera porque sería su peor derrota, la ciudad cobraría
vida para reír de su falta de orientación. Los puestos de diarios y de flores vienen
siendo los reductos que la salvaban de caerse del mundo, siempre gentiles los
vendedores la devuelven a la senda correcta.
En un esfuerzo por
encontrar el rumbo perdido, Matilda ha aprendido el nombre, orden y sentido de
las avenidas de Buenos Aires. En vano ha sido. La ciudad se ríe de ella, que
sigue buscando el oeste y sus montañas.
Hoy ha tomado un vino, cada
sorbo tenía sabor a Mendoza, y al salir a la calle no ha sido la borrachera lo
que la ha extraviado. Otra vez la ciudad se ha dado vuelta. Donde cree que está
el norte está el sur, y el oeste se ha mudado al este. Se demora un momento en
reorganizar sus coordinadas en función de la explicación del sentido del mundo.
De poco sirve, comprende lo que le dicen, pero en su cabeza sigue todo dado
vuelta. Juraría que su casa queda en el sentido contrario al que le han dicho, sabe
que se equivoca. Sufre un ataque de risa, para no sufrir uno de llanto. Un nene
la mira desde una vereda casi con pena, le dedica una sonrisa y le ofrece el
chupetín que está comiendo para consolarla.
Matilda ha descubierto
que el mundo es confuso, como ella. Acaso perderse le de la maravillosa
oportunidad de conocer rincones que no conocería de otro modo. Así la Plazoleta
al lado de la vía le abre sus puertas de pasto verde bajo el nombre de Giordano
Bruno.
Y como flotando ha
descubierto mágicos espacios, maravillosas calles, jardines floridos, cafecitos
apacibles. Pero no le pidas que te lleve a ellos, porque le es imposible. Es
que no recuerda dónde están, ni cómo llegar, ni cuáles son sus nombres. Ha aprendido
que lo único que tiene es este instante, y cada lugar que recorre quizás no
vuelva a ser encontrado nunca más. Entonces se detiene en los páramos suspendidos
que la ciudad le regala mientras la envuelve en su falta de sentido de la
ubicación, porque seguro no ha de poder volver a visitarlos nunca.
Así, a veces, no
siempre, la ira de su extravío se torna maravilloso descubrimiento, y juega con
un duende a descubrir nuevos rincones.
Por favor, si se cruzan
con Matilda por alguna callecita porteña, y lleva en su mirada un aire
desolado, díganle suavecito dónde es que está el oeste.