viernes, 9 de diciembre de 2011

En busca del tiempo perdido

Dice mi padre que  debería haber sacado pasaje de ida y vuelta a mis muebles. Más dubitativa en mis certezas y decisiones, presiento la necesidad de andar más liviana por la vida. Y no es que atesore mucha cosa. Todo lo contrario, ando cada vez más despojada.
El inventario decía tengo un lavarropas viejo, tres lámparas, seis cuadros, una cama chica, una biblioteca y la mesa con cuatro sillas. Completan la escena dos puf rellenos de tergopol, e innumerables cajas con papeles, libros y la ropa.
Mi vida se monta y desmonta en un día, esa es la otra gran reflexión que saco de estos días. Pues la desarmé de una Mendoza primaveral entre los últimos suspiros de un viernes caluroso y la mañana siguiente. Desde el joven de la sonrisa cálida hasta los de la mudanza ayudaron a embalar. Es contundente mi miedo a guardar la vida en cajas, clasificarla, tomar decisiones y ser perseverante en ellas, sea acaso este el costo que hoy pago en incertidumbres.
Quisiera correr tras las mariposas a donde sea que ellas me lleven cada vez que aparecen, y no preocuparme tanto de lo que dejo atrás. No lo logro. La vida misma no me deja hacerlo, encaprichada en llevarme siempre a los extremos de tener que elegir, cuando yo sólo quiero ir por la vida dejándome sorprender, sin aferrarme tanto, salvo a los sentimientos -que son la base de mi estructura-.
Acaso la historia que aquí cuento hoy suene a uno de mis relatos, pero detrás de la pantalla estoy yo, tipeando lo que hoy sé, es mi vida, no una historia más de las que escribo.
Tengo una instantánea del momento exacto en que el camión de la mudanza se fue -de la puerta de la que era entonces mi casa- entonces sentí que las piernas se aflojaban y los ojos empezaban a picarme, con ese picor de la lágrima que se anuncia.
Enfrascada en la sonrisa de las incertidumbres todas, me acomodé sobre el cajón de la lucha antigranizo, único bastión codiciado y no obtenido como bien propio. Escrito mitad en ruso mitad en castellano, lleno de libros que se quedan por ahora en Mendoza, sirvió de mesa y silla al vino blanco y fresco que nos cobijara de la tristeza de ver una casa vacía. Guardo ese momento como un registro mágico de los recuerdos que un día miraré para saber que mi vida fue maravillosa.
A veces tengo la leve sensación de ser una persona nostálgica, que vive creando mundos que no puede alcanzar, sólo para añorarlos. Y que cuando llegan, casi siempre tarde, me dejan reflexionando sobre qué fue que pasó que quise tanto aquello, y que ahora que lo he alcanzado ya no me llena el alma. ¿Son los desencuentros y des-tiempos de la vida?¿Acaso es eso la vida? Si existe la palabra destiempo, como una construcción que puede desarmar uno a su gusto.
El viaje a Buenos Aires fue doloroso, desgarrador. No sé cómo explicarlo, no logro entender el modo en que las sensaciones se despiertan en mí. Nunca un avión había sido tan veloz, pero para mí ha sido tan largo. No tuve paz, entré y salí de la ensoñación docenas de veces en el lapso de una hora veinte, atormentada. Sin contemplación ni decoro me comporté como una entera grosera con el vecino de asiento que quiso darme charla, sólo obtuvo un gruñido siniestro por respuesta, creo que ni siquiera volvió a mirarme por el resto del viaje.
El cuerpo me mostró la acumulación de mis contradicciones de manera misteriosa, sentí que arrastraba mi peso. Cada músculo en guerra se me agarrotó, acalambró y gritó en profunda venganza a mi decisión de traerlos a Buenos Aires. ¿Y tras qué corro a esta ciudad? Ni siquiera sé responderme a esa pregunta.
En la mundanal Buenos Aires, llena de personas cobijadas a la sapiencia de semana de tres días, con ánimos de diciembre, el recibimiento fue un lunes con brisa fresca, que me dejó a mí y mis dos bolsos en Villa Crespo, parada en la calle Acevedo, con sus adoquines. Ya llegarían los muebles después.
Limpié cada rincón, cada esquina, cada estante escondido en las alturas. Hoy, ya con mis muebles ordenados el desafío es lograr que los espacios huelan a mí, a mis sensaciones, mis comidas, a eso que uno es. Porque es mentira que los lugares no se amolden a uno y uno a sus recovecos. Tanto así que cuando vi la casa armada supe que nos estaba destinado conocernos. Que cada rinconcito mío pensó vivir un día en estos espacios, aunque más no sea por un rato.
En el balcón, las plantas se acostumbran al sol que les entra en la mañana. La corriente de aire entra caprichosa por la cocina, y juega con las ventanas de la habitación y el living, trayendo oleadas de aire fresco que hacen uno olvide se encuentra en esta ciudad tan grande y furiosa. Hoy me despertó el canto de un pájaro, aunque admito que ayer fue una vecina gritando a su madre.
Ese es otro elemento particular a contarles. Los vecinos. Creo tendré tela para cuentos de todas las índoles. Adivino e invento vidas desde las palabras que llegan. Así, la vecina de al lado, una señora de unos 45 años, parece vivir con sus padres. Un padre asqueado de discutir y una madre que supongo con alzeimer, o está bastante loca, por la incoherencia de sus peleas. Luego hay una familia con un nene pequeño que me recuerda al Astor. Los otros susurros que logro identificar me traen el rostro de un Luis Brandoni exasperado, construcción  que he hecho a partir de su tono de voz y sus charlas telefónicas.
El departamento como construcción del espacio tiene redondeces, azulejos viejos, un parquet con guerras, y un calefón que no termino de conocer en sus tiempos de agua caliente. Es como vivir en Paris, con la maga, rocamadour y horacio.
Pero vuelvo al día miércoles, vaya si el nombre le hace honor al día. La Buenos Aires abarrotada de horario pico ha sido un tanto menos dolorosa de lo que supuse, pero aún así me deja sudorosa. El día transcurrió cotidiano, con ánimo de viernes reconvertido. Parecía un miércoles sin más, común, igual a otros tantos. La primera diferencia fueron los muebles, llegaron temprano y en cajas. La vida quedó suspendida en el inventario y a las nueve ya iba de camino a la oficina. Se puede decir que vivo en Buenos Aires, tengo el subte a dos cuadras, un balcón con plantas, un trabajo, y la vida parece, por una vez algo regular y con normalidades.
Entonces, y como si la vida se hubiera encaprichado en contrariarme por dos veces en menos de un mes, llega la cachetada, casi una burla. Como si todo estuviera destinado a desbaratarse, como si acaso mi vida se tratara de vivir siempre al borde de la ruptura de mis propias estructuras y decisiones. ¿Acaso un instante puede cambiarnos para siempre la vida? ¿y si de pronto todo complotara para una serie de rupturas escalonadas en todos los órdenes de la vida? ¿Dónde refugiarse entonces?
El mail entró en la casilla con aplomo. Años esperando que ocurriera y cuando digo años me remonto a nueve años desde la primera vez. Cinco intentos, espaciados, medidos, estudiados, calculados en cada centímetro, en cada coma del proyecto, en cada publicación escrita, en cada curso hecho, en las razones del ser y el existir, en el director, en los antecedentes, el lugar de trabajo. Y la respuesta siempre la misma. Un “no” contundente. Acaso la misma rebelión de la respuesta fuera la que todos estos años me impulsó a seguir intentándolo, cual naufrago que se sabe ahogado si baja los brazos.
Y lo terrible fue que el “sí” llegó justo cuando los caminos que elegí habían construido mi “no” a niveles tan obvios que los muebles entraban con el correo en un mar de confusiones de miércoles, y no hablo sólo del día.
Y acá estoy, perdida en un viernes precioso, en una Buenos Aires fresca, que me canta en las veredas porteñas, el subte se ríe de mis ganas de tomar un vino a la sombra de un árbol. La vida es un adoquín flojo concluyo. Y yo en medio de esta ciudad me interpelo sin encontrar respuesta.
Yo quiero seguir corriendo mariposas por veredas con árboles, un rato acá, un rato allá, jugando a no pisar raya, cruzando escaleras por debajo, cerrando el paraguas dentro de casa y pasando la sal en la mano.
Parada frente a mi propia vida me debato. De a ratos me invade la claridad, un segundo después mi mundo interno se nubla y me arrebata la angustia. Y así ando. Con los dos primero tomos de Proust que me prometen buscar el tiempo perdido, cual si mañana al despertarme no fuera a saber en qué habitación me encuentro. Nunca tan pertinente una lectura.

domingo, 27 de noviembre de 2011

Dijo la Berta


Pasó aquel día que “Dijo la Berta” abrió sus puertas por primera vez. Esa noche se incendió un individual, de esos individuales de colores, que uno compra en cualquier chino, pero que puestos para vestir la mesa se ven majestuosamente. Podemos decir que tal vez el origen del incendio fuera la condición de sus materiales, el plástico. Acaso haya caído una brasa de cigarrillo sobre él.
Marcos sabe que no, secretamente adivina fue su abuela quien causó el siniestro.
No pasó mucho tiempo antes de que volviera a suceder, lo que vino luego fue el incendio de una cortina.
–Hay alguien que no quiere que estemos acá – fue la sentencia de la Naty Bori. Una amiga bastante entendida en eso del esoterismo. Marcos no lo pensó ni un segundo: es la Pepa- anunció en voz alta. A la dueña de casa, la nona josefina no le gustaba para nada recibir visitas en su casa y mucho menos que vinieran cuando ella no estaba.
-Poné una foto para que se sienta que aún ella está presente así no se ofende-fue la recomendación para evitar futuros hechos neronezcos.
La casa de la calle Lavalle, con su numeración en escalerita -654- mitad adobe, mitad material, llena de rincones que Marcos fue creando a su propio gusto, y luego recreando para recibir a sus invitados.
Cuando todo  empezó no hubiera podido imaginar las mendocinas fanáticas, que llamarían desesperadas clamando por una reserva para visitar su casa, probar sus manjares. La charla y la música te va llevando a mundos insospechados.
Entonces, junto a los dos billetes de 10 australes, la Berta puso la foto de la nona, en la mesita de la entrada a la casa. Por si acaso, vio.
Han ocurrido otros incendios, lo sé porque fue la larga cabellera de una amiga lo próximo que se incendió.
Cuenta la historia que la Berta era una prostituta Alvearense, o de La Pampa. Ya no recuerdo con certeza el dato. Y que viéndose un día en el apuro porque quien la visitaba era el intendente de un pueblo vecino, que quiso hacerse el zonzo y no pagarle.
Diciéndole con cara de pícaro – No me irás a cobrar Berta ah??? A lo que la Berta contestó – Más vale dijo la Berta…son veinte australes.
El mejor rincón de la casa es el jardín. Marcos lo ha convertido en un refugio mendocino, lleno de cactus que crecen como árboles, plantas amables, y un césped que clama por pies descalzos. En medio del jardín el limonero, que la pepita cuidaba con mucho esmero, sonríe dueño de ese mundo pintado con pasteles. La hamaca colgada invita a la siesta.
La cocina es un lugar inmenso que muta, donde la gente se junta a charlar un rato. Mientras, las delicias se van macerando, mezclando y dando lugar a manjares orgásmicos. Las múltiples ventanas dan la sensación de conectar la cocina con el afuera, como si la casa respirara, desde esas ventanas, al mundo.
Después, estoy yendo desde el patio al frente con mi descripción, viene la galería techada, ensueño de antaño que acoge tibia en los inviernos crueles. Continuidad de ventanales a un patio mágico, que yace fuera, adornado de piedras que se amontonan en los rincones.
Como  musa de cabecera, entre la pared que separa la cocina de la galería, cuelga un cuadro de la Coca Sarli, que provocativa anuncia su presencia, y uno empieza así a construirse una imagen posible de la Berta, ser omnipresente que guía las veladas.
A un costado está el baño. Cabe aclarar que el baño de la casa de la Berta es de esos baños en los que una se quedaría charlando un rato con una amiga. Lleno de jazmines. Amplio, anunciado desde fuera con un colador de fideos que hace de lámpara, dejando sólo se filtre parte de la luz.
Así, Marcos, la Berta y la Coca Sarli se mezclan en un profuso juego de identidades tan místicas como la nona, que enojada, de vez en cuando incendia algo, para recordarle a Marcos que aún está en la casa.
La casa es visitada por amigos, amigos de amigos, excéntricos, chetos, relajados, fanáticos, arribistas, soñadores, poetas, fotógrafos. La casa respira mientras se va sabiendo lugar de culto y adoración.
La Berta se propone como una opción tranquila, mágica, una visita a un amigo que adora cocinar y es feliz conviviendo con sus alter egos.

-Mozo!- Grita alguien desde el patio. Marcos demora el paso con deliberación, al tiempo que trata de recordar quién de ese grupo hizo la reserva de la mesa. Para tacharlos de la lista de invitados. La Berta sabe con certeza cuáles son sus límites de tolerancia, y con claridad, ese es el tipo de gente que no califica para la experiencia berteana. Cuando llegue a la mesa mirará con franca ironía a quien lo llamara y si bien atenderá sus requerimientos, se dará el lujo de mirar de soslayo con una buena cara de culo, orgulloso de poder hacerlo y lleno de venganza sobre esos pobres mortales que nada entienden de la vida, ni de lo que la Berta es. Es que en Dijo la Berta no hay mozos, porque allí todos disfrutan al mismo tiempo y de la misma manera.
Hay noches profusas en que los escritores se reúnen a hablar sobre literatura erótica, mientras, corren las copas de vino y cerveza, entre tapas, papas al horno con romero y mayonesa casera. Las miradas se cruzan, la sensualidad sobrevuela el patio, mientras, algunos relatos dejan expuesta explícitamente la sexualidad y otros la sugieren. La Berta ríe contenta, sabedora de que ha creado un mundo mágico en medio de una sociedad pacata. Ha recreado un rincón donde las personas valen por su sensibilidad, sus afectos. La puerta se abre y uno entra a este mundo calmo y detenido, donde la vida se va en la charla, las risas y la marquius de chocolate, que en sintonía con la literatura erótica genera orgasmos múltiples a quien se aventure a probarla.
Hace tiempo la nona no hace de las suyas, pero silenciosa observa la escena. Se sonríe. Sabe que, aunque no sea muy afable a las visitas, Marcos ha convertido su casa en un lugar maravilloso y encantador, donde el mundo, al menos por unas horas, se abre como refugio a los detractores de la Aristides y los bares chetos.
Así, con el patio lleno de jazmines dulzones, con el aroma tibio a pan de romero, que se enfría en la ventana de la cocina que da a mi mesa, me quedo pensando. La vida es esto finalmente, instantes en que todo se detiene. Y uno respira, respira pequeños instantes  mágicos en que la sonrisa se te escapa de la boca y se convierte en risa. Cierro los ojos tres segundos y suspiro, al tiempo registro el instante que se escapa, acaso no vuelva, o se quede para siempre. Las velitas devuelven un rostro que también sonríe. Acaso la felicidad es esto, instantes. Y luego la vida entera, para recordar los momentos en que uno alcanza, en puntitas de pie, la felicidad.
Y la Berta viene con cara de seriedad y una ceja levantada, trae preguntas impertinentes, inoportunas, que impunes sólo ella puede hacer, desafiando a los invitados, que anonadados no saben si reir o contestar.

Marcos, la Sarli y la Pepita observan sonrientes. La Berta sigue teniendo sentido.


miércoles, 12 de octubre de 2011

Postal de Buenos Aires con lluvia o el doce de octubre que llora


No es casual, para nada ¿cómo podría serlo? 
Sabia la tierra que llora el doce de octubre. 
Entonces, esto que presentía llegaría un día, sucedió, sin más. 
Acaso traté de prevenirme, anticiparme, pero la lluvia es como el amor, siempre acontece en el momento que más vulnerable luce uno.
Entonces entendí las botas de goma, los paraguas, las baldosas que antojadizas salpican con el rencor de haber sido pisadas sin tregua. Me atreví a jugar una rayuela y no pisar línea para que no salpiquen.
Todos los semáforos de la ciudad se complotaron para que yo sepa qué es eso de Buenos Aires cuando llueve.
Cuando llegué a 9 de Julio el paisaje me dejó muda. Entre los autos abarrotados en el cemento chorreante, el agua caía en todas las direcciones, los palos borrachos regalaban el mejor fucsia de sus flores en esplendor para quien se detuviera a verlo.
Y ahí, parada en medio del mundo, sin saber si cruzar o mirar el paisaje porteño, que a esa altura me mojaba ya los zapatos, los pantalones, mientras las gotitas que resbalaban del pelo caían por la punta de mi nariz; entonces no tengo certeza sobre si fueron cinco minutos o días que estuve detenida en medio del diluvio, el agua suave, se me fue adentrando en el alma, que llena de sensaciones mezcladas, se quejó en un largo suspiro.

Ahora, ya seca, miro el patio de la vieja casona por la ventana. La higuera de doscientos años baila al son del crepitar del agua, las galerías cómplices se retraen para no salpicarse.
Es doce de octubre, y en este rincón de América la tierra protesta, llora con la prisa del desgarro. Llora todos los muertos, los de 1492, y los tantos otros que vinieron después.

lunes, 3 de octubre de 2011

El aroma del paraiso


                                                                                                                            Natalia Millán 
El aroma del paraíso en flor anuncia lo que han perdido. Venir a ponerle ese nombre a un árbol con un aroma intenso, tan sutil que desgarra el alma haciéndole un siete y dejándola tirada en medio de la calle de una primavera tan perfumada.
En ese escenario comprendieron su muerte los amantes, que ya había acontecido muchos años antes, pero que recién ahora venían a entender. En otras estaciones los besos los salvaron a uno del otro, entonces Clementina mordía la nuca de Fabio, justo en el instante exacto que él comenzaba a acariciarle los pies suavemente. Y así se pasaban tardes enteras, días, semanas, perdidos en sus abrazos sin tiempo.
Después, vino el tiempo a buscarlos, y se desacoplaron las almas sin que fueran notando el vacío que en medio crecía. Entonces, cuando Fabio le robaba un beso, Clementina quería una caricia, y cuando él la miraba a los ojos, ella estaba mirando la calle. Y así sucesivamente se fueron desencontrando, hasta que, sin más, un día, simplemente se perdieron uno al otro.
Pero no fue tan fácil. Porque los recuerdos no quisieron irse con el tiempo de viaje. Y generaban guerras sangrientas, batallas feroces, cacerías de días, en las que Fabio y Clementina se aullaban de lejos.

Los besos llegaron tarde, quebraron cristales que seguirán siempre rotos. Corrieron carreras y hasta le ganaron al tiempo. Pero de nada sirve. Nunca más pudieron quererse.
Cada vez que se cercaron, se miraron y se besaron, el tiempo se detuvo, el viento cortó en seco su pulular. Los recuerdos les llovieron. Pero vengativo, el tiempo les clavó una espina llena de veneno a ambos.
Desde entonces, cuando Clementina lo ve, no puede dejar de llorar, No sabe por qué llora, las lágrimas ruedan haciendo surcos, que luego son ríos, que llegan al mar. Las olas que se forman la dejan exhausta, sin aire. Qué salado es su mar.
Fabio, en cambio, cuando la ve empieza a temblar, quiere sentir la suavidad añorada que tanto extraña. Pero ni bien sus yemas tocan la piel de ella, el pecho le quema de dolor, de angustia, de una ira que no puede controlar, se agarra la cabeza y se golpea contra la pared.
Y allá se van, corriendo cada uno sus carreras al tiempo, aullando como lobos perdidos, sin siquiera poder soñar el perfume del paraíso, sin poder ver, ciegos de dolor.
El alma, siente el aroma que llega del paraíso en flor, pero desde mitad de la calle ya no puede reír.
Un alma piadosa junta los trocitos y los abraza. Tal vez hayan otras primaveras.

martes, 27 de septiembre de 2011

La Biblioteca Nacional

Natalia Millán



Poco más allá de Agüero y Las Heras se recorta su figura discordante, el edificio se dibuja en el horizonte salido de otros tiempos, otros mundos. 
La veintena escucha atenta la voz melodiosa y burlona que con cierto sarcasmo va llevando la charla. Ríen, lloran, se inquietan con cada relato narrado.

La luz blanca iluminando las mesas nos reúne a todos en la discusión del día. Algunos argumentan, escuchan, otros sólo son capaces de mirarse a sí mismos.
Rulfo pasa corriendo en un páramo desolado, al tiempo que Onetti sigue atornillado y muerto de miedo en Florida, esperando a una María Eugenia que acaso nunca llegue.
Como venidos del río los personajes porteños se agolpan en la sala, fantasmales, traídos por los recuerdos de los barrios del sur de Buenos Aires. Clandestinos, subterráneos.

La ciudad deja los subsuelos y viene un rato arriba a contarnos sus historias para que las narremos.
Ha terminado la clase. Cada uno se sume en su vida cotidiana y nos vamos dispersando.
Los lunes se han convertido en un día plagado de magia, dónde las letras fluyen en encuentros detenidos en el tiempo.

viernes, 16 de septiembre de 2011

Lemonchelo

Natalia Millán

Después de la valija traté de describir ese bote que vi mientras atardecía hoy en el parque, el doloroso modo en que cortaba el agua, lastimándola, cual hoja que corta la yema del índice, y duele tres segundos después. Pero esta noche me ha ganado una descripción más meditabunda y perfumada.
Recuerdo los limones de julio, amarillos, porosos, hediondos de un modo hermoso y penetrante. Entrar al departamento era una señal en esos días. Los limones acusadores marcaban el paso del tiempo, avisaban de su madurez extrema.
Minutos antes de la podredumbre arremangué el pullover y pelé uno a uno los limones vergonzosos. El detalle estaba en separar con sutileza de cirujano la cáscara de la piel blanca. Esa blancura presume una amargura que recuerda luego a la hiel, y no me está permitido que se albergue en esta construcción.
Los dedos se llenan de un aceite viscoso, que delata mis manos olerán a limón unos cuantos días. El hecho de que los limones te pertenezcan hará que estos litros, y su proceso de construcción, me enraícen a vos. Presumo que, en adelante, cuando huelas tu botella, estaré yo en ella. Sin saberlo.
La cáscara de doce limones me observa imperturbable desde tres botellas. Reposan en el fondo suaves, mientras el alcohol les va quitando la vida y sus esencias. Y acá, dueña de lo que escribo abuso de este poder que me adjudican mis palabras y hago un paréntesis. La construcción de este lemonchelo no sólo implica a los limones. Otra parte yace oculta en los sábados por la mañana. Los perfumes del mercado central, la selección de las chauchas de vainilla jugosas, los clavos de olor, la canela en rama.
Luego vendrán los litros de alcohol y el asombro de la señora de la farmacia, que no puede entender que quiera tres litros.
Y ahí, un mes largo, silencioso, en un rincón del estante, tres las botellas. Resignadas a perder su transparencia, para asumir un amarillo tímido que asomó en los primeros días y luego fue marcando su existencia con crueldad. Por entonces la guerra se daba cada día entre el amesetamiento de los elementos y yo, que furiosa zamarreaba las botellas para que la canela, la chaucha, los clavos y las cáscaras fueran mutando en esta esencia.
Tras los temblores más difíciles que los cuerpos pueden resistir ha llegado el filtrado; el de las esencias y el mío. Porque aunque yo sea ajena a la botella, ella es parte mía inseparable, mi construcción y proceso.
Luego vinieron los almíbares. Quién diría que la miel se hacía mientras se construía mi amargura. Después la gitana que llevo dentro sacó un fuentón verde donde el alcohol, convertido es sutileza, se transformó con el dulzor, en secreto gritado a voces.
A la izquierda de mi mano yace la prueba, y mes y medio después, tus limones, el lemonchelo y yo vamos sabiendo que hemos cambiado, que este proceso del que hoy vos sos tan parte como yo, hará que cada botella, cuando sea destapada nos contenga un poco a los dos.
Entonces, como la valija, el lemonchelo testigo mirará desde el estante.

domingo, 24 de abril de 2011

Cebollitas peruanas con animosidad

Ingredientes
1 cebolla cortada en escamas
1 limón.
sal a gusto
1cucharadita de aceite de oliva
pan casero

Preparación
La preparación se constituye en base a dos aspectos, ambos igual de importancia.
Por un lado la conjugación de los ingredientes resulta vital para que este sabroso manjar se convierta en la entrada o tentempié de cualquier plato principal, por lo sutil y frágil de sus sabores.
En segundo lugar es fundamental la ambientación al prepararlo.
Usted dirá que esto no es requisito excluyente, se equivoca.
Lo primero es poner la música indicada.
Haga un análisis de su estado de animo y elija aquella música que mejor represente dichas emociones,
o aquella otra que despierte los sentimientos que quiere evocar.
Luego llene su copa con una bebida espirituosa
-recomiendo vino, pero eso se debe a mi afinidad con su capacidad de despertar a los duendes.-
Realizado este rito no apure los horarios, este es el secreto de las cebollitas con animosidad.
Ha llegado el momento de buscar un cacharrito de barro cocido,
una tabla de madera mediana, y un cuchillo con filo.
Ahora dispóngase a llorar.
Pero no se confunda, no se trata de que la tristeza lo lleve a derramar lágrimas,
sino porque el arte de picar la cebolla es así.
Corte la cebolla en escamas, sienta el aroma que le destapa la nariz,
las yemas de los dedos que se van impregnando con los jugos viscosos,
que demorarán el resto del día en abandonar la mano si no sabe cómo quitárselo adecuadamente.
Terminado este proceso ponga la cebolla en el cacharro,
rocíe con limón al tiempo que sala la preparación.
Limpie sus lágrimas para que no afecten el sabor del menú al caer indebidamente sobre la cebolla picada.
Las finas escamas cambiaran de consistencia con los aliños.
Entonces tararee el tema que suena, y sorba un trago de vino.
Piense que cada vez que  prepare esta receta recordará ese día apacible,
esa música, y querrá tener ese ánimo maravilloso.
Cual si las cebollas peruanas tuvieran la animosidad de traer siempre la felicidad a usted.
Luego  coloque el aceite. Si no tiene oliva de por terminada la preparación
-es preferible que falte dicho ingrediente a arruinar la entrada con un aceite malo.-
Corte el pan casero en trocitos no muy grandes, un cuarto de rodaja recomiendo.
Presente la entrada silbando a sus invitados, promueva un brindis.
Y guarde la imagen de su alegría en la retina.
Entonces, cuando esté triste, cuando el pecho le oprima la caja,
cuando sienta que anda sin rumbo, busque la receta, siga los pasos.
Y no olvide que el secreto está en que piense en aquella vez que la "cebollita peruana con animosidad" le hizo ver que la vida tiene instantes maravillosos,
sólo hay que saber verlos para darse cuenta de que vale bien la pena la felicidad de los instantes.

jueves, 3 de marzo de 2011

Dulce de ciruelas

El aroma en el aire, las ciruelas que parecen haberse deshecho en el rojo sangre. Y flotando, cual extraviados, andan por la olla los hilos de cáscara.

viernes, 18 de febrero de 2011

Presentación del libro:"El adjetivo asesino"

Estimados, 
finalmente se hace la presentación del libro...
De mi autoría hay sólo dos cuentos, es un libro de todos los alumnos del taller.
Todavía no decido si quiero vender los libros, pensaba más bien regalarlos...
No esperen sea la gran estrella de la noche, porque no es mi onda, y no  me invitaron a subir al podio,
pero en mi timidez estaré en algún rinconcito con cara de susto.
Espero que puedan acercarse un ratito a compartir.
un abrazo.
Nati


lunes, 14 de febrero de 2011

Minas de Potosí

Natalia Millán
De Potosí me llevo las rodillas llenas de moretones.
gatear en la Mina La Candelaria deja sus huellas.
Me queda haciendo ruido  lo que debe ser trabajar ahí doce horas diarias.
los mineros en su mayoría trabajan en cooperativas, de modo que si encuentran una veta de mineal se hacen ricos, lástima que rara vez suceda.
Lo lamentable es saber que las condiciones de trabajo son las mismas que la de los indios y esclavos durante la colonia, y que tarde o temprano los pulmones de los mineros colapsan y mueren alrededor de los 45 años de edad.
En las minas hay una figura conocida como "el Tío", que parece un diablo y tiene un pene grande.
Cuentan los mineros que en realidad los españoles habían puesto una figura en las minas para atemorizar a los indígenas, a la que llamaban "dios", pero como el quechua no tiene en su alfabeto la letra "d" les salía pronunciarlo  con "t".
Según dicen, si un minero se queda un día a dormir dentro de la mina lo agarrá el tío y lo viola...
Esas condiciones de trabajo, expectativas de vida y esperanzas de cambio, más bien la falta de ellas, me han dejado atónita y pensando...
Los cascos  que te dan para entrar a la mina dicen "33 chilenos" y del otro lado "22 mil bolivianos",  como modo de queja, ya que los 22 mineros que trabajan en Bolivia están aún en peores condiciones que los de Chile, sólo que sin cámaras y Disney nadie sabe qué pasa con ellos.

La humanidad quebrantada


Natalia Millán
El crujir de la tierra lo silenció todo, cayó el mundo a los pies de la mina de San José.
La luz fue sólo un recuerdo en sus ojos, que no volvieron a ver.
Las manos ásperas comenzaron a sudarle y en la garganta se formó un nudo.
Entonces corrió, las piedras rodaban acompañando su paso,
mostrando su enojo por los minerales extraídos.
Las lágrimas quedarían para después, para cuando llegara la quietud.
Sólo pudo pensar en su hija, y la idea de no volver a verla hizo que apurara aun más el paso.
El desierto cálido afuera, adentro, el alma en un hilo a punto de cortarse.
Entonces fue que escuchó voces lejanas.
Se detuvo la humanidad frente al horror, y los vimos todos por TV.
Expectantes, los televidentes lloran desde el otro lado de la pantalla.
Se mezcla la alegría, la tristeza y la bronca.
Desde anoche la tierra escupe hombres, hombres que son barro y mineral,
hombres que desde Atacama dan cuenta del lo miserable que el ser humano se ha vuelto.
No alcanza el aire para volver a respirar, no alcanza la vida para olvidar.
Mendoza llora la salida de los treinta y tres mineros con una lluvia torrencial,
el cielo está gritando con furia.
Los mineros agradecen estar vivos.
Sin embargo la herida sigue sangrando,
la tierra partida en dos no puede olvidar el daño que le han hecho.

EL CAOS

Natalia Millán
Antes de que nos reinaras vos, reinaba mi anárquico yo.
No sabemos aún la fecha precisa en que te adueñaste de nuestro país,
le impusiste tus normas, nos creaste un himno y hasta nos diste decálogo de vida.
Los historiadores internos hacen jornadas, congresos y seminarios.
Debaten fechas de inicio, origen y anuncian finales posibles.
Mientras, el orden parece reinar.
Apariencias vanas, que el orden nunca ha sido posible.
No se equivoquen señores, que puertas adentro hay batallas,
sables que atraviesan cuerpos, sangre que se derrama,
duelos diarios de aceptación y negación.
El país se convulsiona ante tu invasión y se deshace en guerras civiles.
Hay días en que el amor gana batallas,
otros en que, defenestrado, es exiliado y olvidado.
Mientras, la vida va yendo entre las cuadras de tu casa y la mía,
de tu país al mío y viceversa.
Reina el caos,
¿pero qué es acaso la vida?
Entonces con asombro miro a mis ciudadanos y les respondo:
La vida, estimados ciudadanos de mi super yo, es sólo eso,
la permanente construcción de lo que somos y queremos ser.

sábado, 12 de febrero de 2011

La vida y lo irremediable

Natalia Millán
A los ocho años el concepto que se tiene de lo irremediable puede ser bastante vago. Excepto que la muerte te deje ver un costado tan doloroso que nada vuelva a ser lo mismo, para siempre. Hace veintidós años pasó justamente eso, entendí porqué se dice que lo único irremediable es la muerte, porque sigue sin despertarse.
Si con mis treinta años narrara esta historia, que es parte de la historia de mi vida, sería injusta, casi una hereje. Quiero dejar que la cuente ella, la de ocho años. Que mordía nenes en el supermercado simplemente porque sí, la misma que se quedaba horas sentada frente a su taza de leche sin querer tomarla, para que entendieran que la leche no le gustaba. Aquella que hacía piquetes dejando sin atar sus cordones y prohibiendo que fueran atados por otros que no fuera su mamá.
Estamos en el mes de abril, tengo ocho años y aborrezco a la gente que se burla de mí, sobre todo el tío Pedro, el tío Miguel y el Abel, entre otros. ¿Qué se creen? Que porque una es chica no le molesta que se rían de una como si fuera un payasito. Hace un tiempo simplemente les dejé de hablar. Nadie entiende porque no los saludo, ni los miro, ni dejo que se acerquen. No me interesa qué puedan pensar los grandes. No hay derecho a que se rían de mí. Ignorarlos es mi pequeña venganza.
Hoy es domingo creo. La casa está llena de gente que no conozco cuando me levanto. No entiendo de dónde salieron todas esas personas, ni porque tuve este sueño tan triste. Quiero encontrar a mi mamá para contárselo, pero hay tanta gente que no la ubico. Todos me tocan la cabeza y hacen muecas o lloran. ¿Dónde está mi mamá? Yo soñé con la abuela, que se murió hace un mes. Pero la abuela no estaba sola, estaba con el Maxi, que es mi hermano de un año y medio de edad. Me acuerdo el día que mis papás nos sentaron en las camas de la pieza del fondo y nos dijeron que el Maxi iba a nacer.
Ayer sábado nos levantaron temprano. Pero como siempre que la familia sale por ahí de paseo, pasó un buen rato hasta que preparamos todo y salimos para Alvear. Íbamos al campo del tío Pedro. A mí no me hacía ni pio de gracia, ir a su campo no era una idea que me alucinara.
Es otoño, el Maxi corre por el parque mientras esperamos para irnos, agarra las flores amarillas que crecen, esas que luego se trasforman en pequeños helicópteros que al soplo vuelan por todos lados. Y volaban mientras él corría.
Del viaje no recuerdo nada, sólo que cuando llegamos al campo la gorra roja del Maxi quedó sobre el tablero de la camioneta. Es una imagen que va a quedárseme gravada.
El campo me pareció desolador, sin verde, tan seco. Estaban todas las hermanas de mi mamá y mis tíos, y los primos también. La mesa era larga a la hora del almuerzo.
Con las chicas queríamos armar la carpa, porque íbamos a dormir afuera. Pero no nos dejaron, esa era actividad para la tarde. Sólo dimos un paseo por los alrededores. Fuimos a ver los animales y un piletón que tenía una cerca. Miramos sin mucha gana y nos fuimos. A esa hora ya teníamos hambre. No cerramos bien la cerca al salir.
Cuando comíamos papá preguntó por el Maxi, porque hacía rato no lo veía por ahí. Había andado jugando con unos tarritos y una canilla. Entre tanta gente el pequeño se había escabullido. Primero, tímidamente, empezaron a ver si faltaba alguien más, que pudiera estar con él. En cuestión de segundos estaban todos preocupados, nerviosos. De a poco, casi como queriendo esconder sus miedos más terribles, se fueron parando de la mesa y se pusieron a buscarlo. Mamá gritaba su nombre.
Yo me quedé paradita, sin saber qué hacer o decir. No lo encontraban. Los buscaban en los corrales, dentro de la pequeña casa que había en el campo. En los alrededores. Al piletón creo que demoraron en ir. Un presentimiento que nadie quería asumir.
Fue Pablo, mi primo, quien se fue derechito hacia allá. Ahí todo se volvió gritos, sordos o agudos, gritaban todos. Pablo sacó a Maxi del agua. Esa imagen no va a irse nunca.
Pasaron las horas. No sé cuántas. De repente estábamos volviendo a Tunuyán en un auto que no era nuestro. Al Maxi alguien lo llevaba en brazos, quietito. Yo creía que dormía, que iba a despertarse.
Hoy es domingo. El Maxi no se ha despertado. Mi mamá dice que a veces suena una flauta cerca de la casa, lo dice y llora. Mi papá no habla, es como si se hubiera quedado mudo.
Nosotras tres nos movemos como si fuéramos ratoncitos silenciosos, que quieren pasar desapercibidos. Entonces pienso en lo que significa para mí lo irremediable. Lo irremediable es la muerte, todo lo demás puede cambiar.

La hippie cabaretera


Nati Millán
A la hippie cabaretera la perdimos en una esquina. Éramos una fiel copia de ella. A veces queriendo empezar un cuento con “había una vez” y otras tomando una cerveza para olvidar penurias. El príncipe siempre terminaba convertido en sapo para el derrotero de nuestro recuerdo, y nunca, nunca, comimos perdices.
Un poco de yoga, caminatas, bicicleta, con esa mezcla tierna de hippie y cabaretera. Estos personajes exóticos lloran, y saben que a veces de nada sirven los conjuntos de Victoria Secret, ni las ligas seductoras, ni ese perfume que hipnotiza. Cuando las hippies cabareteras se levantan a un pibe nunca andan con todo el glamour encima, o sólo excepcionalmente. Es decir que también serían sapos devenidos a veces en princesas.
Cada mañana, cuando se levantan, creen que está será la mañana en que se topen en la esquina con la felicidad, o al menos con un destello de aquella. Así, un poco ñoñas y un poco atorrantas, las hippies cabareteras andan con sus medias de ligas y sus amores girando por el mundo sin que nadie pueda comprender mucho su desidia e insatisfacción.
En días de lluvias se las ve en la placita del barrio tomando helado, en las sofocantes noches de verano transitan las veredas tratando de no pisar raya, perseguidas por hombres con ramos de rosas. Mientras, ellas sueñan sin ver las flores ni el placero que las espía, creyendo que el mundo no está hecho para seres como ellas, con un libro en la mano y el portaligas bajo la falda. Sí, siempre con portaligas.


La caja


Natalia Millán

Las cajas guardan cosas extrañas, ¿quién no tiene una, en un rincón, llena de papeles o cosas que tienen algún sentido sólo para quién las guarda y conoce su historia?
En el rincón frente a la ventana, la planta crece. Yo también crezco, calculo que nunca se termina esto de crecer. El crecimiento nos rodea: crecen los desiertos, crecen los enemigos, también los amigos; en algún lugar crece el amor entre dos personas.
Vuelvo a la caja, en ella todo está ordenado, ya sea por colores, épocas, estilos o formas.
Está la bolsa manchada con aerosol azul, que un día usé para escribir grafitis a mis amigas que se iban de viaje, todavía recuerdo sus caras de sorpresa, nueve amigas de fierro, nueve personas que hemos cambiado mucho. Pero la bolsa sigue intacta.
Mi diario, forrado con papel de diario (valga la redundancia), dificulta cerrar la caja. En él hay confesiones que eran mi vida, algunas cosas todavía no han cambiado. Es un diario lleno de mis confusiones adolescentes y de mis tristezas desmotivadas o no.
Hay un basito de plástico hecho araña, lo guardé de una salida, diría que es un recuerdo de "muy buenos tiempos". También tengo un encendedor de alguien que se moriría si supiera que yo lo tengo, más que morirse se confundiría, yo también estoy confundida, no sé por qué lo guardé.
En un sobre hay tarjetas de cumpleaños de todo tipo, en otro están las tartas de mis amigas (según la época varían sus autoras). Tal vez no sea bueno que mis amigas y yo crezcamos, hemos cambiado demasiado, y a veces creo que algunas son mis amigas por la costumbre, y no porque nos una un lazo de complicidades, confianza y cariño.
En la caja es infaltable mi tenedor de la infancia, tiene unos dibujitos que lo hacen distinto de cualquier otro. Tantas veces comí con él, tantas otras hice huelga de hambre en su compañía. Hoy yace partido (por el uso) y ya no como con él.
Gran parte de la caja es ocupada por una caja de menor tamaño que contiene los recuerdo de un viaje que, en su momento no supe aprovechar por completo.
Hay folletos, mensajes, recortes , entradas de boliches, papeles de golosinas. Desde hace poco se suman a la colección un par de casetes, y a veces ellos usan su pasaporte a mi mundo, pero sus canciones me ponen triste y nostálgica. Ojalá pudiera guardar momentos como las canciones que a ellos me remiten.
La caja es demasiado estrecha para algunos recuerdos, yo pienso que la vida es una gran caja de recuerdos, donde todos vamos y venimos, pero no nos quedamos, somos recuerdos con pasaportes abiertos a otros mundos, tal vez sea mejor que la eternidad, por el hecho mismo de un fin que nos obliga a disfrutar de esta corta, pero infinita vida.
La caja sigue ahí, un día tendré que buscar una más grande, otro día quizá la comparta con alguien. Dentro de muchos años, cuando yo ya haya usado mi pasaporte, habrá alguien que ordenará mi caja según sus propias reglas, y se afanará en inventar historias para cada uno de esos objetos. Hasta este cuento puede llegar a ser parte de mi caja. A veces pienso que por llenar mi caja me olvido de hoy, cuanto cuesta no monotopizar, ni hoy, ni ayer ... pero sí siempre.
¿Qué hay de vos, de mí, de cada uno de nosotros? Hoy sol, hoy lluvia, hoy nieve, y la soledad que nos persigue a todos. Hoy vos, hoy yo, ayer nosotros, más recuerdo para mi caja ... La caja ríe, sabe que los amores no quieren entrar en ella, no se resignan a un final, la caja sabe que el círculo continua, ella no puede intervenir porque sabe, demasiado bien, que no puede guardar sentimientos en sus débiles paredes de cartón.
La caja sigue ahí, la planta (verde y húmeda)tiene hojas nuevas y sigue creciendo. En el centro de la habitación estoy yo, lejos de la planta y la caja. Tengo puestos los lentes que de pequeña quise usar. La lapicera con la que te escribí, cuento, tiene demasiada tinta y mancah la hoja, voy a guardarla en la caja por haberme acompañado hoy.
Pero hay muchas sensaciones y sentimientos que nunca lograré meter en una caja. 

Imagino así comienzan las guerras


Natalia Millán
-Imagino que así comienzan las guerras.-me dijo- Dos presidentes se juntan a comer, se tratan civilizadamente y cuando se van la guerra está declarada.
No sabía si reír o llorar, él estaba terminando nuestra incipiente historia, apenas un final. Era el preludio de este silencio entre los dos.
Jugaba haciendo muecas, parecía ir y venir en su mente, retrucaba mis preguntas para que las respondiera, justificando que sus aclaraciones en nada cambiarían lo que le pasaba; o más bien, lo que no transitaba. -Es que nada ha cambiado.- es lo que dijo.
-¿No te parece un poco hipócrita todo esto?- preguntó. Y la pregunta me desoló. Disfrutaba de nuestro final, no por final, sino por el nosotros que fuimos, aunque breve. Porque ayudó a reinventarme, hizo que, en calles de Mendoza sintiera el otoño en la piel. Aromas a hojas secas, crujir de las ramas con la brisa, ocres compitiendo con el celeste del cielo. Volví a ser el centro, no mi pasado. ¿Cómo explicarle?¿Para qué? No me sentía hipócrita, me sentía sí triste. Triste de saber que no me había visto, no me había conocido, sólo se atrevió a rozarme de costado al pasar.
Ese bar es un lugar donde siempre quise tomar el té. Sin embargo ahí estábamos, declarándonos nuestra futura y mutua ausencia. Una luz tenue por momentos subía hasta casi enceguecerme, para apagarse y dejarnos a la luz de la vela. ¿Se puede disfrutar de la tristeza? ¿Es eso lo que después llamamos nostalgia? El dolor de saber que se añorará a alguien, sus gestos, sus ritmos al hablar, su modo de mirar el mundo, la manera en que abraza, o ya no abrazará.
No quería ser parte de mi vida. Y yo ahí, sentada, sin poder hacer algo que cambiara lo que ocurría. No se estaba yendo, decía de un modo sutil que nunca había logrado estar.
-Este parece un final demasiado civilizado- dijo. No se si entendió porque no me enojé, ni lloré, ni grité. Ni hice un escándalo. Creo que no. Igual traté de explicarle, pero es cierto que no tiene sentido recapitular, la nada estaba empezando a rodearnos, y él ya había mirado el reloj dos veces. ¿Para qué decirle que me había hecho sentir viva, que comprendí que existen hombres que valen la pena, aunque no se enamoren de mi?
–Podrías pararte y salir corriendo, para que fuera más dramático, para que pareciera un final, para que hubiera un corte entre nosotros.- ironizó él. Entonces el mozo pasó con una torta hacia la cocina. Él dijo algo al respecto, yo estaba concentrada en la ausencia por venir.
En la puerta del bar, el frió marcó el cambio de temporada. Yo, preocupada por el abrazo final y las palabras que se acabarían.
Entonces me quedé muda, en la puerta estaba una amiga cuyo cumpleaños era ese día, a quien ya había saludado en la mañana, y prometido asistir a su festejo. Me había olvidado por completo, sumida en cerrar el circulo que parecía no haber estado abierto nunca.
Entonces agarré su mano para que no siguiera caminando. Lo miré a los ojos y dije -¿Viste que querías un final dramático? Bueno, voy a darte el gusto: Ella es una amiga y es su cumpleaños. Podés irte tranquilo que me quedo acá.- Nos besamos en la mejilla, por supuesto, y fue un abrazo breve. No sé si fue el mejor final, esa despedida dolía menos que ser llevada hasta mi casa. La historia parecía congeniar un final para nosotros.
Me quedé con las penas y el amor sin correspondencia, sentada entre desconocidos en una fiesta de cumpleaños. La torta que él miró pasar estaba muy rica. Tal vez su mente se detuvo en ese momento, cuando bañada en chocolate, era llevada por el mozo. Imaginando que yo me paraba, gritaba y salía corriendo, y cada uno con el final que quería.
Después vendrían las treguas en la guerra, las incursiones al territorio enemigo, pero esa es otra historia. Ese día cada uno guardó para sí su tristeza, la mía: haberme enamorado de alguien que no podía quererme; la suya, suya. Presumo que, aunque lo había intentado, su corazón seguía en otra parte. 

El encanto y los frasquitos

Natalia Millán
Las mesas son de madera rústica, al igual que las sillas. Las paredes atiborradas de cuadros. El piso entablonado. En la puerta el cartel pregona “La Patrona”. Adentro, en una de las paredes, se lee que el restaurant quiere ser homenaje a las trabajadoras que han dejado todo en la viña. Contradicción ideológica irresuelta.
La Señorita Encanto siempre pasaba y se quedaba con ganas de entrar. Seguía su camino, haciéndose la promesa de algún día detenerse. Nunca lo hizo.
La primera visita a Patrona llegó de la mano de un hombre. Un vino separando los rostros. Los ojos tiernos que antes la miraran estaban ahora al otro lado de la mesa, ya no brillaban los ojos, se veían tristemente opacos. Entre nervioso y con pocas ganas, él le daba explicaciones válidas. Sin embargo, lo válido, a veces no alcanza para producir alivio. Aquella vez, La Patrona tenía cuadros con viñateros. El vino se mostró insuficiente para ahogar la pena que produce el claro anuncio del final.
Después una larga caminata en silencio, llegó el adiós. Incluía desanimo por el dolor generado, alegando que era una pena que el encanto estuviera roto y él no la hubiera conocido lo suficiente como para pensar en elegirla.
La despedida fue con un tímido beso en la mejilla. Hoy Encanto se siente tranquila. Tiene la certeza de que prefiere las despedidas con besos en la boca. Dejan a los besados perdidos. Una sensación tibia en la boca. Un sabor entre amargo y dolorosamente dulce, que se sabe no se seguirá teniendo. Al menos hasta el próximo final.
La siguiente vez que Encanto visitó Patrona, el vino corría alegre entre amigas, las copas chirriando en cada brindis.
En voz baja, Encanto agradeció despacito a quien la arrastrara por primera vez a tan cálido y bonito lugar. Sin él, quizás nunca hubiera entrado.
Esta vez los cuadros eran tan otros que se sintió desorientada. Casi como si hubiera caído por el pozo siguiendo al conejo hacia el país de las maravillas.
El lugar estaba plagado de frascos, unos reales, otros pintados en los cuadros que colgaban de las paredes llamativamente. Los había de colores y en todos los tamaños, con cartelitos indicando “destapar y usar” “efecto inmediato” o “déjese llevar”.
Encanto, tímida al principio, agarró aquel frasquito pequeño que decía lucidez, el que postulaba acepto, y remató con una pizca de libertad. Dentro sintió un torbellino de emociones. Estos brebajes eran potentes. Sintió ganas locas de irse a México.
Más tarde, entrada la charla con la única amiga que quedaba al pie del cañón, y ya sin vino, se animó a un frasco grande que contenía lo simple, le pegó dos tragos bien largos.
Su amiga Milagros bebió sin respiro media botella de puedo, acepto y suelto, uno tras otro, y remató con un sorbo de energía para poder levantarse en la mañana.
Ya casi amaneciendo compartieron un frasco de silencio, que, por supuesto, las dejó mudas.
Encanto escondió en su cartera el que decía confianza, para los malos tiempos. No sintió que lo estuviera robando, ya que en la entrada del local un cartel postulaba “beba o llévese un poco de todo aquello que necesite.”
Al frasco de agüita de amor no se atrevió a tocarlo. En cambio sacó su celular y escribió “toma mi dirección cuando te hartes de amores baratos de un rato, me llamas”. No está claro si Encanto mandó el mensaje con el fragmento de Sabina o se quedó dormida antes.
Ella desconoce que los frasquitos sólo contienen agua, que todas las sensaciones que tuvo habían estado siempre dentro de ella.
Desde entonces anda Encanto vagando por ahí, buscando bares donde regalen verdades, intuición y otras infusiones. A veces encuentra los benditos frascos.
Del frasco de agüita de amor ha decidido mantenerse lejos, no vaya a ser que, al tomarlo se le pase el Encanto y se quede sin nombre. 

El coleccionista de fósforos


Natalia Millán

Los frascos eran de diferentes tamaños. Había de conservas, comprados de esos que se usan para depositar piedritas y caracolas. Y estaban dispersos sobre la mesada. Mezclados con los de las especias aromáticas.
Lino encendió la hornalla. El menú se anunciaba delicioso: verduritas salteadas con pollo y salsa de soja. Alicia, se jactaba en sus pensamientos, del efecto que cocinar tiene sobre las personas. Casi místico. Ese transportarse en los aromas que van acoplándose para formar otro nuevo y despertar el hambre más voraz. También pensaba en cuánto puede decir el modo de hacerlo.
El cerillo, o fósforo, como le decimos acá, se apagó, despacio. Lino lo sopló casi con ternura, como si temiera que el aire pudiera lastimar la madera quemada, y después lo guardó en uno de los frasquitos. Alicia sonrió frente a situación tan insignificante, pero que decía tanto sobre Lino.
Mientras las cebollitas de verdeo crujían Alicia jugaba a adivinar, y se preguntaba ¿Cuánto dicen de una persona sus pequeñas costumbres? Supuso que bastante. ¿Qué significado podría tener coleccionar fósforos? ¿Qué fin oculto? Imaginaba una casita hecha de fósforos quemados y fideos soperos, en ese ejercicio Alicia se transportaba a su propia infancia y juegos. También se le venía la imagen de un narguiles, y los cerillos en parvas por miles, cuales carbones descartables. –Era imposible-.
Lino seguía inmerso en la cocina, Alicia sentada sobre la mesada disfrutaba la escena. ¿Por qué alguien haría algo tan extraño? En el fondo, se preguntaba por las emociones, aquellas que están escondidas detrás de cualquier objeto coleccionable. Tal costumbre no parecía tener explicación para Alicia. Le resultaba ajena desde siempre, incluso cuando su hermana jugaba con monedas traídas de extraños países.
Una pregunta tras otra la acosaban ¿Era necesidad de poseer algo? ¿El afán de tener una rareza para impresionar curiosos con narraciones exóticas? Quizás fueran sólo ganas de juntar fósforos, pensando un día encontrarles alguna utilidad. En definitiva era sólo eso, un montón de fósforos.
Lino sonreía, por la sorpresa de Alicia frente a su preciada colección, se divertía viendo la intriga que generaba en ella. Que a estas alturas se mezclaba ya con el vino. “Si te cuento para qué los colecciono voy a tener que matarte, Alicia”, dijo entre serio y divertido. Ambos rieron, pusieron la mesa, comieron, y la noche fue larga en vinos y anécdotas. Conocerse es un desafío lleno de detalles absurdos y genialidades.
Alicia, Lino y los fósforos son anecdóticos. Quizás un día, cuando ella descubra la razón de tan insólita colección, pierda interés por él y sus mañas, o simplemente aparezca muerta, sin que nadie pueda narrar a la policía la amenaza que él le hiciera. Que lo incriminaría irremediablemente.
Los fósforos, mudos, cómplices, estáticos en sus frasquitos de cristal, no delatarán nunca a Lino. Sus vidas dependen de él o quizá ellos sean la razón por la que él existe.

El lugar exacto de los malvones


Natalia Millán
En el imaginario de mis prejuicios los malvones ocuparon siempre un lugar determinado. Eran la viva imagen de la abuela Clara. Recuerdo  de la esquina que ocupaba su casa. El cemento que encerraba su jardín florido, los vahos a malvón en las siestas sudorosas. Entonces el malvón era para mí una flor de viejos, en la exacta medida en que los claveles lo son para cementerio.
Recuerdo su azucarera, sus regaños, los olores de su casa, las flores y tonalidades de sus vestidos, el teléfono en el living, la máquina de coser, la bicicleta del René estacionada en el garaje con su lámpara y bocina. Y los malvones, siempre los malvones como un marco para  un montón de recuerdos que tienen que ver con ellos.
Puedo establecer calificativos para mis recuerdos perfumados en los veranos alvearenses. Aparece frente a la casa de la abuela el supermercado, las vecinas con columpios, pileta y plata; aunque con los años supe que sólo era ostentación vaga de algo que no tenían. Asoman también en la imagen unas semillas negras, de otras flores de la abuela, que oscuras y chiquitas asemejaban granadas explosivas sin estallar. Todo esto como evocación centelleante se me vino en mente cuando vi un jardín lleno de malvones hace un mes.
Es entonces que en las dos últimas semanas me descubro con un secreto perturbador, juego con los recuerdos y me pregunto el valor de la memoria en la vida cotidiana. No sé si son los años que me hacen revalorar los malvones, pero me descubro pensando en visitar un vivero cercano en busca de las flores del recuerdo. Pienso en comprarlas de todos colores, que me conviertan esta primavera de balcón en un balcón soñado y lleno de recuerdos y futuro. Se trata de encontrarme yo con un futuro, supongo.
Lo genial es que no me genera trastorno alguno admitir que mi negación con los malvones se ha convertido en una tremenda necesidad de ellos, de ver sus colores llenándolo todo. Y yo ahí, pensando en si será que estoy vieja, si los años nos acercan a silenciosos rastros sanguíneos que heredamos sin ser consientes de ello. También me pregunto si en ese repetir elementos del pasado podemos elegir el propio futuro y si ya está asignado por un duende maligno. Me cago en el duende, mi futuro lo elijo yo, aunque lo decida él lleno de malvones.

Alitas de pollo agridulces en tres tiempos

Natalia Millán

Primera
Alitas de pollo agridulce, cuando llegué dudaba sobre el tipo de evento al que estaba asistiendo. Habremos sido ocho, sólo conocía a dos, así que me limité a observar, y mordí mi lengua para no opinar y quedar como una forastera entrometida, bien que hice. La elaboración del menú constaba de todo un rito de adoración a la presuntuosa cocinera, quien se dejaba adular como si no fuera su reclamo el que marcaba dicho acontecer.
Me pregunto si el menú era un sarcasmo, una burla a situación tan bizarra, un designio de demonios medievales, por momentos parecía que estábamos envueltas en un halo de armonía, donde todas hacían catarsis verborrágicas; y de pronto la escena mutaba, y yo veía gallinas, desplumadas y nerviosas, cotorreando en el gallinero. Lo agridulce tenía más que ver con el humor de las comensales que con la salsa de las alitas.
Concluyendo el evento llegó el catálogo de sábanas. Ahí lo descubrí, la situación me recordaba las películas americanas con reuniones de taper, aún así, encargué un juego de sábanas.

Segunda
Alitas de pollo agridulce, cuando llegás dudás, sobre el tipo de evento al que estás asistiendo. Ves que son como ocho, y vos que sólo conocés a dos. así que te limitás a observar, y morderte la lengua para no opinar y quedar como una forastera entrometida, bien que hacés. La elaboración del menú consta de todo un rito de adoración a la presuntuosa cocinera, quien se deja adular como si no fuera su reclamo el que marca dicho acontecer.
Te preguntás si el menú es un sarcasmo, una burla a situación tan bizarra, un designio de demonios medievales, por momentos te parece que están todas envueltas en un halo de armonía, donde todas hacen catarsis verborrágicas; y de pronto la escena muta, y vos ves gallinas, desplumadas y nerviosas, cotorreando en el gallinero. Lo agridulce te parece tiene más que ver con el humor de las comensales que con la salsa de las alitas.
Concluyendo el evento llega el catálogo de sábanas. Ahí lo descubrís, la situación te recuerda las películas americanas con reuniones de taper, aún así, encargás un juego de sábanas.

Tercera
Alitas de pollo agridulce, cuando llegó dudaba sobre el tipo de evento al que estaba asistiendo. Eran como ocho, sólo conocía a dos, así que se limitó a observar, y mordió su lengua para no opinar y quedar como una forastera entrometida, bien que hizo. La elaboración del menú constaba de todo un rito de adoración a la presuntuosa cocinera, quien se dejaba adular como si no fuera su reclamo el que marcaba dicho acontecer.
Nuestra heroína se preguntaba si el menú era un sarcasmo, una burla a situación tan bizarra, un designio de demonios medievales, por momentos parecía que estaban envueltas en un halo de armonía, donde todas hacían catarsis verborrágicas; y de pronto la escena mutaba, y ella veía gallinas, desplumadas y nerviosas, cotorreando en el gallinero. Lo agridulce tenía más que ver con el humor de las comensales que con la salsa de las alitas.
Concluyendo el evento llegó el catálogo de sábanas. Ahí lo descubrió, la situación le recordaba las películas americanas con reuniones de taper, aún así, encargó un juego de sábanas.