viernes, 22 de junio de 2018

Los miedos.

Nadie me dijo que la persona segura que era iba a extraviarse en un rincón del postparto, y darle lugar a una mamá llena de miedos y angustias. Nadie me dijo que un bebé con la nariz tapada, si, algo tan simple... Podía generar la angustia que genera.
Ahora veo a las madres y digo... Todo este tiempo que yo boludeaba.... Como han hecho ellas???
Después de un embarazo con esofagitis he vuelto al mate, sólo algunos días, midiendo la acidez no vuelva. Y es mi momento en la mañana en que pienso sobre cómo ha cambiado mi vida, mis prioridades, mi cotidianidad, mi cuerpo. Y reorganizo las ideas, para así ver cómo ir reorganizando la vida, que con la Cayetana nos ha dado un hermoso giro de 360°, que obliga a replantearse todo.

martes, 19 de junio de 2018

paseo en coche por la plaza

Pasear por la plaza, o dar unas vueltas para desentumecerse los brazos y la mente es una tarea más fácil de lo que parece. Cuando subí la Cayetana al coche a los pocos metros ya dormía.
El sol en la plaza era apacible. Había otras madres con sus coches, en mi novatez quería decirles que me den tips, que nos hagamos amigas, que la maternidad me parece un tanto solitaria como proceso. Pero en lugar de asaltar a una madre con su coche y escupirle todo eso, seguí caminando, y di algunas vueltas más.
Parece ser un secreto a voces que los paseos, cuando los bebés son tan chiquitos, son más para las madres que para los bebés.
Hoy también queremos ir a la plaza, porque hace un sol de dieciocho grados. Y de pronto me encuentro siendo una de esas mujeres que hablan en plural. Adentro la gorda duerme, quizás debería aprovechar y dormir a la par de ella... o abrigarla un poco, y salir a la plaza antes que el invierno vuelva, y nos confine a otro largo encierro.

martes, 12 de junio de 2018

Teta, upa y pañales

El primer mes estuvo en casa el Fede, entonces esa parte del postparto fue super amena. Yo le daba la teta, él hacía los probechitos y cambiaba los pañales y  nos repartíamos para hacer salidas a comprar comida, ropa chiquita (a la Caye le quedaba todo grande). Ese mes me la pasé preguntándome cómo hacen las madres que después de los 2 días oficiales que se dan por paternidad en muchos trabajos, tienen que quedarse solas con el bebé.
Los primeros diez días de la gorda son una nebulosa en el recuerdo, en los que no entendíamos muy bien qué quería cuando lloraba, dormíamos poco, y por las dudas siempre lo primero a probar era darle la teta, como nos dijo un nenonatologo que consultamos en los primeros días de la gorda. Después ver si se hizo pis o caca (ese orden a veces lo invertimos y le cambiabamos elpañal para despertarla y que se tomara la teta), y después probar hacerla dormir o ver si tiene cólicos y hacerle la "bicicleta." Y así nos fuimos conociendo los 3.
Por ahora la gorda duerme en la cama con nosotros.La veíamos muy chicquita para dejarla en la cuna....
Como con mayo y la Cayetana llegó también el frío, sólo hacemos paseos por la siesta, los días que están lindos.
La gorda duerme de noche, incluso la pediatra nos mandó a despertarla una vez a lo largo de la noche para que le demos una teta, así engorda a mejor ritmo, porque nació en la semana 38 y después además bajó de peso bastante. Teta y leche de formula mediante vamos recuperando peso, y confianza.

Ayer el Fede volvió a trabajar. Y empezó la etapa 2. que es la Caye y yo solas en la casa.
No es lo mismo, y extrañamos al Fede, porque ahora todo lo tengo que hacer yo, teta, probechito, pañal, sacamoco y sueño. Y confiar en mi propio criterio como madre. Y ahi vamos.Festejamos cuando  el papá llega de trabajar.
También descubrí que salvo que me bañe antes de que el Fede se vaya a trabajar, dificilmente me bañe ese día. A la noche  huelo un poco a circo y leche cortada de todos modos, pero si logré bañarme me siento un poco más civilizada en mi rol materno.

lunes, 16 de mayo de 2016

Volar sin ir a ningún lado , o la propia psicosis.

Llegué al aeropuerto con tiempo, es un tema que siempre me ha obsesionado…
Me puse a trabajar un rato porque tenía algunos pendientes de la oficina.
Cuando llamaron a embarcar arrastré la valija, mitad ropa de invierno, mitad regalos de las vacaciones para la familia: café de Brasil, chocolates, libros…
Me senté en la penúltima fila (había hecho el check inn muy sobre la hora) era el único pasillo que quedaba disponible en el avión, yo prefiero siempre volar adelante, pero esta vez no había chances, peor hubiera sido viajar en una fila del medio.
Ya antes de despegar tuve que pasar un rato parada, mi vecina de asiento estaba descompuesta y se  paraba a cada rato al baño.
Cuando despegamos yo ya iba con mis auriculares y mi música, extraviada en una novela de 600 páginas y el avión en ángulo vertical pronunciado. Entonces sentí que me tocaban el brazo. El padre de la chica descompuesta me avisaba que ella quería vomitar de nuevo. En el apuro se me cayó el libro, enredé los auriculares en él apoya brazo, y para cuando logré levantarme, la azafata me gritaba cosas que no entendía. Claro, ahí me di cuenta que el avión  estaba en plena instancia de levantar altura. Para no perder el equilibrio tuve que agarrarme de un asiento mientras le avisaba que la chica quería vomitar, que cómo no iba a pararme! En eso la chica pasó corriendo al baño.
Les cambié de asientos a ella y su padre y quedé en la ventanilla. Volví a mi música y mi libro, y así estuve hasta poco antes de llegar a Mendoza. El avión se movía muchísimo. A tal punto que en un momento decidí dejar de leer y guardar todo. Mientras, pensaba en si la gente que viajaba en aviones que se caen se sienten así, con sensación de que algo raro pasa, pero no entendiendo muy bien qué.
Al llegar a Mendoza comenzamos a dar vueltas en círculos y el piloto nos indicó que el aeropuerto estaba cerrado por mal clima (neblina y fuertes vientos). Que íbamos a esperar que le dieran indicaciones y nos las comunicaría en unos 15 minutos. A los 15 minutos repitió más o menos lo mismo, pero mi sensación era que ya no dábamos vueltas. Un ratito después avisó que íbamos rumbo a Córdoba.
Cuando aterrizamos en Córdoba pensé en bajarme y tomar un colectivo, eran unas ocho horas a Mendoza desde ahí por tierra. Pero no, si bajaba del avión perdía el pasaje, y mi vecino de asiento acababa de hablar con su hermano que estaba yendo de San Luis a Mendoza, diluviaba y el camino estaba imposible. Y ahí estuvimos en Córdoba, sentados en nuestros asientos más de una hora y media. Dijeron que estaban cargando combustible (me pareció mucho tiempo para una tarea así).
Mi hermana me dijo cunado la llamé “No podés hacer nada, conéctate con el medio y relajate”, así que me puse a charlar con mis vecinos de asiento. La chica se sentía mucho mejor, su papá era un médico diabetologo, me dio mil estadísticas re interesantes (anotarse no comer corn flakes de kellogg's, tienen más sal que las papas Lays; y los alfajores de arroz son un veneno calórico). Iban a visitar al abuelo de la chica, que cumplía 80 años.
El doctor nos contaba, a su hija y a mí, que con los años había desarrollado la capacidad de detectar a las personas psicóticas, o eso dijo. Y en la hora y media que estuvimos en Córdoba nos los iba marcando a medida que empezaban a dar pistas de estar por brotarse. Por las dudas traté de calmarme, no fuera a ser que yo también terminara siendo catalogada como una psicótica.
Cuando nos avisaron que volvíamos a Buenos Aires quise llorar, pero me contuve. Todos mis planes para los próximos cuatro días pasaron frente a mí y se hicieron trizas contra el vidrio de la cabina del avión, como un mosquito insignificantemente aplastado.
En Buenos Aires, el Fede daba por sentado que yo estaba en Mendoza. Nunca miró el celular que había quedado en silencio mientras cenaba con sus amigos. Sólo pasada la una y media de la madrugada, cuando los chicos se fueron, vio todas mis llamadas y mensajes.
Mientras, en el aeropuerto, tenía delante mío todo el avión en fila, para “volver a hacer el check inn” o reclamar, o ver en que vuelo salíamos después, o lo que fuera. Los primeros se iban sonrientes, imagino eran los que habían conseguido los subieran a los aviones del sábado en la mañana, más un hotel lindo, los traslados y $150  para comer (a contrareembolso).
Para cuando llegué al mostrador hace rato se habían acabado los pasajes para temprano, y tenían para el último vuelo del día siguiente (si las condiciones climáticas permitían que salga). Resignada dejé el pasaje abierto, pedí que me paguen un remis y  me fui a mi casa.
Eso sí, para pedir el remis de cortesía también había fila. Más de media hora después, justo cuando dijeron mi nombre, me estaba llamando el Fede, que no entendía nada. Le corté para subirme al remis con la promesa de "te explico cuando llegue”.
Llegué a casa cerca de las tres de la mañana. El Fede me abrazó cuando entré al departamento y me largué a llorar como un bebé.
No se sí era la rabia de haber viajado más de seis horas sin ir a ningún lado (con seis horas de vuelo podría haber estado en Colombia, en Natal, En Ecuador, en el Caribe; o simplemente en Mendoza), pero no, no había ido a ningún lado. Tal vez era la frustración de las ganas que tenía de ir a Mendoza, de los planes con amigos y familia, de la necesidad de un poquito de montaña y vino, o tal vez, la rabia contenida de mi propia psicosis.

viernes, 22 de noviembre de 2013

Sin objeto

 Todos estos años, al llegar el alba Cecilia ha caminado las calles de la Cuesta, cerrado las cancelas abiertas, buscado a las vecinas en los portales, recorrido los pasillos de la biblioteca buscando libros que la ayuden a entender qué ha sido eso que ha silenciado el pueblo.

Cecilia lleva semanas tratando de terminar esa ponencia para un congreso en Alemania. Pero necesita volver a entrevistar a Rosa. Desde hace semanas la busca. A diario toca la puerta de su casa. La verja está descascarada, la pintura corroída por el sol, seca y resquebrajada, se ha enrulado.

Sin Rosa no puede terminar su ponencia. 
La primera vez que la entrevistó fue hace quince años. Rosa lloraba desconsolada, secaba sus lágrimas en las manos, que prontas iban al delantal.
–Yo vi  pasar el último tren.– Le había dicho ese día. –Y ni siquiera pude mirarlo como el último, porque nadie nos dijo. Simplemente no hubo otros después.

Entristecida, Cecilia había querido abrazarla, pero no lo hizo. En cambio pensó en que su tesis iba a ser magnífica porque todas sus hipótesis eran ciertas. Al llegar a casa no pudo esperar y se puso a desgravar la entrevista. Anotaba también algunos comentarios en una libretita.
En la Cuesta vivían centenares de personas. Había una plaza descolorida, una iglesia modesta, un bar detenido en el tiempo; todo a media cuadra de la estación de tren. Algunas personas trabajaban en los pueblos vecinos enfardando, otros en la estación de tren, las señoras hacían las conservas para el bar. El pueblo parecía pensado por un turista europeo que sueña los pueblos de las pampas argentinas.
Hace quince años, cuando el tren se fue, llegó Cecilia. Justo después de que dejara de pasar. Con el entusiasmo de su tesis a medio escribir, con sus libros de etnografía a cuestas. El la Cuesta del Cielo la recibió gustosa, los alegraba mucho que los ayudara a entender que el tren ya no iba a volver, y no serían nunca de nuevo los mismos.
Las vecinas le habían conseguido una casa, había sido la casa de un empresario que a veces se quedaba en el pueblo cuando venía a ver sus negocios. Pero desde que el tren se había ido la casa había quedado vacía. Ahí Cecilia había acomodado sus cuadernos, sus casetes, la grabadora. Y había empezado a hablar con los vecinos, a preguntarles cómo era su vida cuando el tren pasaba, sobre los que venían en el tren, sobre lo que se producía en la zona. Llenaba parvas de cuadernos, gustosa de cada palabra que le decían.
Al principio venía a visitarla un joven algunos fines de semana. En el pueblo suponían que era el novio, pero ella nunca decíanada. Después, el joven simplemente dejó de ir, como el tren. Entonces apareció el gato. Era un gato completamente negro. Cecilia decidió que un gato era un compromiso que podía asumir, y lo adoptó como propio.
Rosa le había tomado aprecio así que le convidaba escabeches. Aunque no entendiera del todo por qué Cecilia los escuchaba tanto, ni por qué tomaba notas. Una vez incluso le había dicho –No somos tan importantes como para que escriba sobre nosotros, nuestra vida es aburrida, y desde que no pasa el tren somos cada vez menos– Cecilia había sonreído. Qué pena que no llevaba su libreta, se había dicho. Al llegar a casa había anotado el comentario.
Un año después de llegar a la Cuesta, la tesis ya estaba terminada, y Cecilia se había ido.
–Vuelvo en unos días. –Les había dicho. Y todos creyeron que no iba a volver. Una noche en el bar habían hecho apuestas incluso.
Pero Cecilia había vuelto. Traía una edición impresa de su tesis para la biblioteca del pueblo. Con un encuadernado precioso.
Lástima que en su ausencia, Clotilde, la bibliotecaria, se había ido  a vivir a la casa de su hermana, en las afueras. Y Cecilia no estaba ahí para registrarlo.
Nadie leyó la tesis, no sólo porque Clotilde no estuvo ahí para abrir la biblioteca, sino también porque pesaba mucho, y sólo podía leerse apoyándola sobre alguna mesa. Algunos avanzaron hasta casi la página diez, pero se aburrieron, y ni siquiera llegaron a leer la dedicatoria que Cecilia hacía la Cuesta del Cielo y sus habitantes.
Unos meses después, Cecilia registró en detalle la partida de los Romero. Los entrevistó uno por uno. Y cuando se habían marchado tomó nota en el cuaderno sobre las actitudes de los otros vecinos, al verlos irse en la chata vieja por el camino polvoriento.
Se encerró algunas semanas en la casa, y sólo salió después de haber transcrito las entrevistas, revisado los libros, citado autores. Unos meses más tarde viajó a México.
–Rosa, viajo ¿me cuida la casa y los libros? Y dele de comer al gato, si no es molestia.
–Vaya tranquila mijita, que acá le cuidamos todo. – Había dicho Rosa, siempre amable.
–Serán un par de meses, pero le juro que vuelvo. 
Esta vez los vecinos no hicieron apuestas, sobre todo porque unas semanas más tarde se fue de la Cuesta del Cielo Don Tomás, el dueño del bar.
Del congreso en México  Cecilia volvió con una hamaca que colgó en el patio. Se entristeció muchísimo al saber que no había estado en la Cuesta para entrevistar antes de que se fueran a los Jofré, los Muñoz y a Don Tomás. Bajo el brazo traía su nuevo libro, que contaba la historia de cómo la Cuesta del Cielo se despoblaba desde aquel último tren.
Al entrar en la biblioteca notó que sus pasos quedaban marcados en el piso. Había polvillo en los estantes, en las páginas, en el aire. Acomodó su nuevo libro en la estantería del fondo. Cuantos libros llevaba publicados sobre el pueblo, qué satisfacción le daba ver todos juntos sus avances, sus investigaciones. –Qué bien había sabido narrar lo que pasa en la Cuesta. – Se dijo a sí misma.
Al llegar a su casa anotó en su libreta “Los lomos de los libros estaban cubiertos de polvo.” Ni siquiera ha notado que el bar ya no abre.
–Y Rosa que sigue sin aparecer! – se dice a si misma Cecilia. Piensa en el paper que tiene que terminar antes de que amanezca. Se preparó un café y se sentó frente a sus notas, sus libros, y puso un título en la página que por días ha estado en blanco. Pero al leerlo no le gustó, lo tacha. 
Se da cuenta de que no sabe cómo empezar a escribir si no vuelve a entrevistar a Rosa; para que le cuente lo que siente ahora que hace quince años que no pasa el tren. Y hasta el gato se ha ido.

miércoles, 2 de octubre de 2013

Tiempo muerto 1

Entonces el tiempo muerto se me asemejaba a un cúmulo de tiempo que se iba entre los dedos como la arena.
En los primeros tiempos supe diseñar estrategias para combatirlo, ideaba planes, construía torres con mis sueños, inventaba trabajo para ocuparme y ser productiva, me exigía para suplir la falta de exigencia.
Pero al final de la jornada, cuando me amigaba con la almohada y caía rendida, el tiempo muerto seguía ahí, se había tragado horas enteras de mi día. Entonces me torturaba con el uso del tiempo en el trabajo, y me preguntaba por el país que tenemos, basado en instituciones que se comen el tiempo de sus empleados sin generar nada más que tiempo vacío; que se vende hacia afuera como pies que se arrastran por el exceso de trabajo.
Cientos de veces escuché decir "es que tengo mucho trabajo" a personas que pasaban sus horas matando minutos con miradas subversivas al reloj, que callado no cambiaba el ritmo de su paso, pero se lentificaba subjetivamente.