miércoles, 12 de octubre de 2011

Postal de Buenos Aires con lluvia o el doce de octubre que llora


No es casual, para nada ¿cómo podría serlo? 
Sabia la tierra que llora el doce de octubre. 
Entonces, esto que presentía llegaría un día, sucedió, sin más. 
Acaso traté de prevenirme, anticiparme, pero la lluvia es como el amor, siempre acontece en el momento que más vulnerable luce uno.
Entonces entendí las botas de goma, los paraguas, las baldosas que antojadizas salpican con el rencor de haber sido pisadas sin tregua. Me atreví a jugar una rayuela y no pisar línea para que no salpiquen.
Todos los semáforos de la ciudad se complotaron para que yo sepa qué es eso de Buenos Aires cuando llueve.
Cuando llegué a 9 de Julio el paisaje me dejó muda. Entre los autos abarrotados en el cemento chorreante, el agua caía en todas las direcciones, los palos borrachos regalaban el mejor fucsia de sus flores en esplendor para quien se detuviera a verlo.
Y ahí, parada en medio del mundo, sin saber si cruzar o mirar el paisaje porteño, que a esa altura me mojaba ya los zapatos, los pantalones, mientras las gotitas que resbalaban del pelo caían por la punta de mi nariz; entonces no tengo certeza sobre si fueron cinco minutos o días que estuve detenida en medio del diluvio, el agua suave, se me fue adentrando en el alma, que llena de sensaciones mezcladas, se quejó en un largo suspiro.

Ahora, ya seca, miro el patio de la vieja casona por la ventana. La higuera de doscientos años baila al son del crepitar del agua, las galerías cómplices se retraen para no salpicarse.
Es doce de octubre, y en este rincón de América la tierra protesta, llora con la prisa del desgarro. Llora todos los muertos, los de 1492, y los tantos otros que vinieron después.

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