Natalia Millán
El aroma del paraíso en flor
anuncia lo que han perdido. Venir a ponerle ese nombre a un árbol con un aroma intenso,
tan sutil que desgarra el alma haciéndole un siete y dejándola tirada en medio
de la calle de una primavera tan perfumada.
En ese escenario comprendieron su
muerte los amantes, que ya había acontecido muchos años antes, pero que recién
ahora venían a entender. En otras estaciones los besos los salvaron a uno del
otro, entonces Clementina mordía la nuca de Fabio, justo en el instante exacto
que él comenzaba a acariciarle los pies suavemente. Y así se pasaban tardes
enteras, días, semanas, perdidos en sus abrazos sin tiempo.
Después, vino el tiempo a
buscarlos, y se desacoplaron las almas sin que fueran notando el vacío que en
medio crecía. Entonces, cuando Fabio le robaba un beso, Clementina quería una
caricia, y cuando él la miraba a los ojos, ella estaba mirando la calle. Y así
sucesivamente se fueron desencontrando, hasta que, sin más, un día, simplemente
se perdieron uno al otro.
Pero no fue tan fácil. Porque los
recuerdos no quisieron irse con el tiempo de viaje. Y generaban guerras
sangrientas, batallas feroces, cacerías de días, en las que Fabio y Clementina
se aullaban de lejos.
Los besos llegaron tarde, quebraron cristales que seguirán siempre rotos. Corrieron carreras y hasta le ganaron al tiempo. Pero de nada sirve. Nunca más pudieron quererse.
Cada vez que se cercaron, se miraron
y se besaron, el tiempo se detuvo, el viento cortó en seco su pulular. Los recuerdos
les llovieron. Pero vengativo, el tiempo les clavó una espina llena de veneno a
ambos.
Desde entonces, cuando Clementina
lo ve, no puede dejar de llorar, No sabe por qué llora, las lágrimas ruedan
haciendo surcos, que luego son ríos, que llegan al mar. Las olas que se forman
la dejan exhausta, sin aire. Qué salado es su mar.
Fabio, en cambio, cuando la ve empieza
a temblar, quiere sentir la suavidad añorada que tanto extraña. Pero ni bien
sus yemas tocan la piel de ella, el pecho le quema de dolor, de angustia, de
una ira que no puede controlar, se agarra la cabeza y se golpea contra la
pared.
Y allá se van, corriendo cada uno
sus carreras al tiempo, aullando como lobos perdidos, sin siquiera poder soñar el perfume del paraíso, sin poder ver, ciegos de dolor.
El alma, siente el aroma que llega del paraíso en flor, pero desde mitad de la calle ya no puede reír.
El alma, siente el aroma que llega del paraíso en flor, pero desde mitad de la calle ya no puede reír.
Un alma piadosa junta los
trocitos y los abraza. Tal vez hayan otras primaveras.
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