sábado, 12 de febrero de 2011

El encanto y los frasquitos

Natalia Millán
Las mesas son de madera rústica, al igual que las sillas. Las paredes atiborradas de cuadros. El piso entablonado. En la puerta el cartel pregona “La Patrona”. Adentro, en una de las paredes, se lee que el restaurant quiere ser homenaje a las trabajadoras que han dejado todo en la viña. Contradicción ideológica irresuelta.
La Señorita Encanto siempre pasaba y se quedaba con ganas de entrar. Seguía su camino, haciéndose la promesa de algún día detenerse. Nunca lo hizo.
La primera visita a Patrona llegó de la mano de un hombre. Un vino separando los rostros. Los ojos tiernos que antes la miraran estaban ahora al otro lado de la mesa, ya no brillaban los ojos, se veían tristemente opacos. Entre nervioso y con pocas ganas, él le daba explicaciones válidas. Sin embargo, lo válido, a veces no alcanza para producir alivio. Aquella vez, La Patrona tenía cuadros con viñateros. El vino se mostró insuficiente para ahogar la pena que produce el claro anuncio del final.
Después una larga caminata en silencio, llegó el adiós. Incluía desanimo por el dolor generado, alegando que era una pena que el encanto estuviera roto y él no la hubiera conocido lo suficiente como para pensar en elegirla.
La despedida fue con un tímido beso en la mejilla. Hoy Encanto se siente tranquila. Tiene la certeza de que prefiere las despedidas con besos en la boca. Dejan a los besados perdidos. Una sensación tibia en la boca. Un sabor entre amargo y dolorosamente dulce, que se sabe no se seguirá teniendo. Al menos hasta el próximo final.
La siguiente vez que Encanto visitó Patrona, el vino corría alegre entre amigas, las copas chirriando en cada brindis.
En voz baja, Encanto agradeció despacito a quien la arrastrara por primera vez a tan cálido y bonito lugar. Sin él, quizás nunca hubiera entrado.
Esta vez los cuadros eran tan otros que se sintió desorientada. Casi como si hubiera caído por el pozo siguiendo al conejo hacia el país de las maravillas.
El lugar estaba plagado de frascos, unos reales, otros pintados en los cuadros que colgaban de las paredes llamativamente. Los había de colores y en todos los tamaños, con cartelitos indicando “destapar y usar” “efecto inmediato” o “déjese llevar”.
Encanto, tímida al principio, agarró aquel frasquito pequeño que decía lucidez, el que postulaba acepto, y remató con una pizca de libertad. Dentro sintió un torbellino de emociones. Estos brebajes eran potentes. Sintió ganas locas de irse a México.
Más tarde, entrada la charla con la única amiga que quedaba al pie del cañón, y ya sin vino, se animó a un frasco grande que contenía lo simple, le pegó dos tragos bien largos.
Su amiga Milagros bebió sin respiro media botella de puedo, acepto y suelto, uno tras otro, y remató con un sorbo de energía para poder levantarse en la mañana.
Ya casi amaneciendo compartieron un frasco de silencio, que, por supuesto, las dejó mudas.
Encanto escondió en su cartera el que decía confianza, para los malos tiempos. No sintió que lo estuviera robando, ya que en la entrada del local un cartel postulaba “beba o llévese un poco de todo aquello que necesite.”
Al frasco de agüita de amor no se atrevió a tocarlo. En cambio sacó su celular y escribió “toma mi dirección cuando te hartes de amores baratos de un rato, me llamas”. No está claro si Encanto mandó el mensaje con el fragmento de Sabina o se quedó dormida antes.
Ella desconoce que los frasquitos sólo contienen agua, que todas las sensaciones que tuvo habían estado siempre dentro de ella.
Desde entonces anda Encanto vagando por ahí, buscando bares donde regalen verdades, intuición y otras infusiones. A veces encuentra los benditos frascos.
Del frasco de agüita de amor ha decidido mantenerse lejos, no vaya a ser que, al tomarlo se le pase el Encanto y se quede sin nombre. 

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